La historia me la contó una priista de cepa y de enorme encanto, de cuyo nombre ella me pidió no acordarme.

Era el sexenio de Enrique Peña Nieto y un grupo de mujeres del PRI se reunieron con el presidente en su despacho de Los Pinos. La intención era pedirle al mandatario algo que se antojaba harto difícil. Que por ley, en cada próxima elección un 40% de los candidatos fueran mujeres.

El argumento tampoco era indiscutible: Peña Nieto le debía la presidencia a las mujeres: una mayoría de las electoras habían votado por él, acaso hipnotizadas por su guapura.

Pero como la respuesta de Peña Nieto al dudoso argumento fue una amplia y radiante y relajada sonrisa, la priista encantadora, en un rapto de audacia, se aventuró a cambiar las proporciones y dijo:

—Enrique, que las candidatas sean por ley la mitad.

Y le guiñó un ojo.

Peña de inmediato asintió. Le parecía bien. ¿No eran las mujeres la mitad de la población y no pretendía México ser una democracia? Además, esto lo supongo solo yo, él ya se iba del país, qué más le daba si le regalaba tanto a las mujeres.

La iniciativa presidencial se aprobó en el Congreso sin grandes debates. No eran necesarios. La coalición que obedecía a ciegas al presidente tenía una holgada mayoría de los votos. Y sin grandes celebraciones tampoco, México entró a la paridad política obligatoria.

El rapto de audacia de la priista de cepa, claro, solo fue la gota que hizo desbordar al feminismo acumulado durante medio siglo hasta los bordes del vaso. Ese desbordamiento hoy lo vemos en estas elecciones, las más grandes de nuestra historia: la mitad de los candidatos son mujeres: alrededor de diez mil candidatas de vaqueros y camisas blancas entallados y en general cabellos largos.

México es fascinante en su manejo de la realidad. Simplemente ningunea las porciones de mayor consecuencia. Para los aspirantes a gobernarnos que hoy contienden, no existió la pandemia, ni existe esa estela de medio millón de muertos por el virus; tampoco existe la crisis económica consecuente, ni sus millones que cada noche se tienden a dormir con hambre; y tampoco es digno de nombrarse la mejor buena nueva de nuestro momento político.

A decir, la repentina aparición de esos miles de candidatas.

No mujeres de adorno. No políticas bisoñas y torpes. No titubeantes habladoras de los temas nacionales y locales. No: mujeres que esperaban en los escalafones inferiores de la política su oportunidad para ascender. Y ya en los escalafones superiores y muy visibles, están a la par de los hombres. Debaten cara a cara con ellos. Dirigen sus equipos de campaña con mano segura. Y despliegan con soltura sus virtudes individuales –y también sus taras.

Y todas, o casi todas, (pongamos al margen a las vergonzantes juanitas de esta contienda), producto de la cultura feminista, es decir, de la cultura del empoderamiento de las mujeres. Es decir, cada una con el agregado de una conciencia de género.

Que ya ocupando sus cargos las ganadoras traduzcan esa conciencia en políticas públicas pro mujer, no está garantizado. Algunas, incluso podría ser que una mayoría, olvidarán en un parpadeo de pestañas postizas su deuda con el feminismo y ejercerán su autoridad como cualquier hombre, excepto que al hacerlo llevarán los labios pintados.

Sería una lástima. Transformar a un país misógino en otro igualitario, significaría una mejora de vida para la mitad de la población, una disminución radical de la violencia en que vivimos y un aumento considerable de la civilidad. De cierto, es el cambio posible de mayor consecuencia que se dibuja en el horizonte de nuestra cultura.

Sería también un error estratégico para las políticas. El feminismo les ofrece una agenda de acción factible y muy popular, que contaría con el entusiasmo de más de la mitad de la población. Y es que entre sus triunfos, el feminismo mexicano cuenta con el haber de no pocos feministos.

Le pregunté a mi informante, la priista audaz, si no le parecía extravagante la indiferencia de los políticos hombres, tan machos ellos de común, ante esta aparición súbita de miles de mujeres bien dispuestas al combate político.

—Tú déjalos –me respondió ella en voz de secreto. –Que sigan distraídos en otros temas, allá ellos. Nosotras acá, cambiando el mundo.

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