El martes de la semana que acaba, aparecieron en las calles de Kiev, 300 cadáveres. Cuerpos con las manos atadas a la espalda y un balazo en la cabeza. Civiles, aún con los abrigos y los zapatos puestos, tirados en el asfalto.

Los soldados rusos habían entrado a un centenar de apartamentos y habían atado las manos de sus habitantes a la espalda. Luego los condujeron a la calle, les dispararon en la cabeza, y dejaron sus cuerpos a la vista de todos.

Una operación para hacer florecer el terror en cada ucraniano.

El presidente Biden reiteró a la prensa que Putin es un criminal de guerra —y al día siguiente anunció a nombre de las otras cabezas de Estado del mundo libre que se escalaban las sanciones económicas contra Rusia, entre las que resaltó la invalidación de las tarjetas de crédito de las dos hijas de Putin. Já, gran revancha, las hijas del dictador asesino ya no podrán comprar en Harrod’s vajillas de porcelana inglesa. Además, siguió su anuncio Biden, se enviarían a Ucrania 35 mil millones de dólares para comprar más armas.

Pero el gas ruso seguiría fluyendo a Europa y los europeos seguirían pagándoselo a Putin de forma puntual. 36 mil millones de euros cada día. Ni hablar de que los ciudadanos del mundo libre tengan que apagar sus calentadores en este final de invierno y pasar las noches a oscuras, sin el milagro de la luz eléctrica. No, la calefacción deberá seguir y las fábricas deberán seguir produciendo, nadie puede perderse su hora de YouTube diaria ni tomarse un café frío por la mañana, aunque aparezcan otros 300 cuerpos tirados en el asfalto de Kiev, con un balazo en la cabeza.

Y sin embargo, algo asombroso ocurrió el jueves, como el lector, la lectora, de seguro lo leyó en la prensa. En una plaza de Berlín, la que colinda con el monumento a los 6 millones de judíos asesinados por Hitler hace 90 años, una joven anarquista de melena de bucles negros, lanzó una consigna por un altavoz.

—Ucrania bien vale un invierno helado.

Repitió la frase veinte, treinta veces, y el video de ella diciendo la frase se propagó instantáneamente por twitter, explicitándose, ensanchándose y precisándose. El mundo libre debía dejar de pagar el gas de Putin: debía cerrar los ductos y disponerse a no poder prender los calentadores ni la luz eléctrica, las fábricas disminuirían su actividad y la actividad económica en general también. ¿Cómo evitar un derrumbe de las bolsas? Cerrándolas, hasta que Putin, pauperizado, se retire de Ucrania.

#UcraniaBienValeUnaGranPausa

fue el hashtag que se universalizó por las redes sociales y que asumieron los líderes del mundo libre.

Como bien sabe el lector, la lectora, desde el lunes próximo iniciará la Gran Pausa, este experimento en la solidaridad humana que abarcará también a México y Latinoamérica. Usaremos al mínimo la electricidad y los vehículos: será revisitar, como en los tiempos de pandemia, la inactividad, ese extraño estado, pero ahora a conciencia.

—La Gran Pausa derrotará a la guerra— declaró Boris Johnson triunfal ayer viernes. –Pasaremos frío en nuestros cuerpos para salvar la vida en los cuerpos de nuestros hermanos ucranianos.

Un trueque más honorable jamás ha existido. Excepto que no lo haremos.

La verdad es que ningún político asumió esa idea radicalmente novedosa, ni es verdad que la idea se diseminó por las redes sociales y aún es menos cierto que una joven anarquista la voceó en ninguna plaza de ninguna ciudad del mundo. No, esa es una idea todavía impensable: la de la solidaridad con el sufrimiento de cuerpos ajenos.

Por eso yo admiro tanto las abejas. Cuando un avispón asesino entra a un panal, para matar a unas cuantas y comérselas, todas las abejas suspenden cuanto hacen, vuelan todas a la vez hacia el gigantesco intruso y se montan sobre sobre él, zumbando. Una bola de abejas que se va calentando, hasta enloquecer con su zumbido al desgraciado avispón, y luego con su calor asfixiarlo y volverlo ceniza.