En lo más alto del movimiento #MeToo , ahí por el año 2016, Andrés Roemer me invitó a desayunar, para pedirme ayuda. Me dijo que ocho jóvenes mujeres, organizadas por el periodista León Krauze , planeaban denunciarlo por acoso o violación.

—Me parece raro –le respondí. —¿Por qué ocho mujeres necesitarían ser organizadas por un hombre? En todo caso —seguí—, el punto es si las agrediste o no.

—Entonces aconséjame qué hacer –me pidió nervioso Andrés.

Le propuse que hiciera un acto de constricción . Que fuera con cada una de sus agredidas a ofrecerles no solo una disculpa, sino una reparación económica .

Roemer parpadeó. No le gustó esa idea. Podía pedirles perdón pero no quería pagarles nada, e insistió en abordar su problema como un asunto de machos:

—Por favor habla tú con León —repitió. —Como eres feminista , te escuchará.

—Tú problema, Andrés –le respondí—, es que no solo yo soy feminista. La mitad del mundo ya es feminista. Hay ya leyes feministas y hay feministas en el sistema de justicia y hay un público feminista.

No lo quiso ver así Roemer.

Y yo no quise dejar de ser feminista.

Al día siguiente hablé con la que era mi jefa en TV Azteca , donde él y yo conducíamos sendos programas, y le conté el asunto.

Mi jefa y yo le hablamos a una de las víctimas –fue mi jefa la que había escuchado su nombre en los pasillos de la televisora— y le pedimos que lo denunciara en la Unidad de Género de la empresa, nosotras la acompañaríamos en el trance.

Es gracias a esa primera denuncia, y sobre todo a las muchas más posteriores, estas ya denuncias en el ámbito legal, que hoy sabemos que el caso Roemer es peor que ocho mujeres violentadas. Por lo menos fueron 64. Y podrían haber sido más de 200.

Lo de Roemer era un estilo de vida. Una obsesión por asaltar a mujeres de menos de veinte años y subordinarlas a él, para luego mantenerlas controladas: mantuvo por años correspondencia por Facebook con cada mujer acosada, para monitorearla.

Es fascinante la sordera de Roemer. Escuchaba del avance del feminismo, él mismo escribió sobre las nuevas leyes feministas contra la violencia en un libro ( Sexualidad, derecho y políticas públicas , Ed. Porrúa), y seguía seguro de que toda esa sororidad entre mujeres era un bla bla bla que sumaba nada.

En su caso terminó siéndolo todo.

¿Cómo supimos que Roemer huyó a refugiarse en Israel? Lo delató una joven israelí a una periodista mexicana, que lo publicó. Y es otra mujer, Ernestina Godoy , Fiscal de la CdMx, quién está insistiendo que Israel lo entregue a la Justicia mexicana.

Hablo ahora del caso Salmerón.

Yo no conozco en persona al historiador designado por el presidente López Obrador para ser nuestro embajador en Panamá. Tampoco conozco a las jóvenes mujeres del ITAM que lo señalan como violentador, aunque sí conozco a dos de las militantes de Morena que lo señalan por lo mismo.

Lo que sí sé es que el Presidente se engaña a sí mismo cuando supone que son fuerzas conservadoras las que no están dejando pasar su designación sin trabas. Para desgracia del presidente, su obstáculo es mayor. Se trata de una red informal de solidaridad transnacional muy leal a sus propósitos.

El poderoso lobby mundial feminista.

La mala fama de Salmerón apareció en los periódicos de Panamá gracias a que periodistas mexicanas enviaron información a periodistas panameñas. La tardanza en que Panamá dé al nuevo embajador su beneplácito depende de que la Canciller panameña es una feminista declarada –a quien dar el beneplácito pone en una encrucijada entre su presidente y su propia conciencia.

Y si Salmerón es finalmente ratificado como embajador, tendrá que verse en sus actos públicos con las mujeres panameñas que son, en su mayoría, oh sí, feministas.

—Por favor habla con León y pídele que entre él y yo arreglemos el asunto –me rogó Andrés Roemer.

—Andrés –le pedí yo a su vez—, de verdad escúchame. No tiene sentido, porque la mitad del mundo ya es feminista.