El 8 de marzo pasado marcó el destino de dos carismáticos líderes de la Izquierda latinoamericana .
En México, mientras las avenidas principales de las ciudades eran recorridas por una tumultuosa marcha de mujeres de distintas generaciones y credos políticos, el presidente López Obrador viajaba a tomarse un respiro bajo las frondas de los vetustos árboles de su rancho en el sureste del país.
Esa tarde envió un video a la población, de cuyo plácido contenido la única memoria que hoy permanece es que en el, el mandatario no mencionaba a la movilización masiva . No había sido convocada por él, tampoco era contra él, y decidió dejarla pasar a su vera.
Del otro lado del mundo, en Buenos Aires, Cristina Fernández de Kirschner , quién fuera presidenta de Argentina y era para entonces su vicepresidenta, miraba en cambio desde un balcón de la Avenida 9 de julio la marcha de mujeres que colmaba los 16 carriles de la ancha vía.
Como el Presidente mexicano, Cristina nunca había sido una feminista, y había pensado como él, y buena parte de la Izquierda que habla el socialismo en español, que el feminismo era un movimiento marginal, de señoras pequeño burguesas, y de escasa consecuencia.
A decir de la periodista argentina que me relató el suceso, ese 8 de marzo Cristina fue cambiando de parecer mientras pisos abajo mujeres de todas las condiciones sociales y de distintas generaciones avanzaban coreando a una sola voz las consignas del feminismo de nuestra región.
–Alerta, alerta que camina, el movimiento feminista por América Latina.
—Si mañana no vuelvo, quémalo todo.
—Somos malas, podemos ser peores.
Y de pronto la masa se detenía para señalar al frente con quinientos mil índices y gritar:
–El Estado opresor es un macho violador.
—Yo esto —murmuró en el balcón la vice presidenta —no me lo pierdo.
Esto: un movimiento social más numeroso y con un discurso mejor articulado que el de la misma Izquierda latinoamericana.
En México, el presidente López Obrador decidió lo contrario: durante un largo año en que el feminismo lo interrogó desde incontables artículos de periódico, programas de televisión y radio, conferencias o encuentros fortuitos, apersonado en mujeres de muy distinta edad o etnicidad, pero siempre con el mismo reclamo —la ausencia de una política de Estado feminista —, el Presidente respondió con una tranquila indiferencia.
—No soy feminista, soy humanista.
—Son libres de manifestarse, pero por favor no rayen paredes ni pinten estatuas de héroes.
—No sé qué es ese pacto patriarcal que me piden que rompa.
En Argentina, la señora Kirschner cumplió su promesa: no se perdió de participar en el feminismo: se designó a sí misma la feminista número uno del Estado y fue ella la que cabildeó a senador tras senador del parlamento, para conseguir los suficientes votos que en plena pandemia, el pasado 30 de diciembre, aprobaron la Ley del Aborto legal , seguro y gratuito. Y hoy, merecidamente, goza de una enorme popularidad entre las mujeres.
La Dialéctica no es amable con los líderes que ante el torrente de un movimiento social miran hacia otro lado. Al presidente mexicano la traviesa Dialéctica le ha tendido una trampa que ni siquiera un Shakespeare hubiese podido imaginar.
El partido del Presidente eligió como candidato a la gubernatura del estado de Guerrero a un hombre cantador, pendeciero y bebedor, de gran tracción popular local. Puesto bajo la lupa del escrutinio nacional, sin embargo se revelaron otros atributos menos jocosos del candidato. Cuenta con cinco denuncias de violencia sexual; siendo alcalde de Acapulco, fue protector de los table dances; él mismo convirtió a la alcaldía en un table dance repleto de morritas jóvenes y guapas que lo atendían como a un proxéneta.
No, la Dialéctica no es amable con quién ve y no quiere ver y mira hacia otro lado. El Presidente le ha regalado al feminismo mexicano, involutariamente, el villano contra el cual empoderarse aún más: la perfecta encarnación de la consigna:
—El Estado opresor es un macho violador.
Y ahora el Presidente tiene que abrazar al violador, imponerlo en la gubernatura y compartir por el resto de su mandato su villanía –o repudiarlo. Cualquier opción ambigua no engañará a las mujeres.