Cada lunes llego a Los Pinos, la gran residencia que habitó el presidente en turno, desde Lázaro Cárdenas hasta Enrique Peña Nieto.

Cruzo un jardín extenso y entro a la construcción principal, de dos pisos, y a su vestíbulo de piso de mármol beige, tan amplio como un campo de futbol, de techo de triple de alto, donde ya está el equipo técnico de Largo Aliento, nuestro programa de entrevistas para la televisión, montando las cámaras y las lámparas de luz.

Y ahí está también cada lunes el Gato Negro. Un gato negro sin correa y de ojos amarrillos fosforescentes.

Se pasea tranquilo entre las piernas en movimiento de los técnicos, se arrima contra mi pierna cuando me siento por fin a la silla del entrevistador, cuando por fin nos vamos se sube corriendo las suntuosas escaleras de mármol beige al segundo piso, una flecha hacia arriba de los peldaños.

Y ahí estuvo el Gato Negro aquella noche funesta del saqueo a Los Pinos, me asegura don Anselmo, un viejo jardinero que no se llama así y cuyo nombre mejor escondo: no vaya alguien luego de leer esta historia querer cobrársela a él.

Sucedió así. Era agosto del 2018, ya se sabía quién sería el nuevo presidente del país por el próximo sexenio y ya se sabía que Enrique Peña Nieto y su esposa La Gaviota desalojarían Los Pinos el 2 de septiembre.

Pues bien, desde agosto una cuadrilla de hombres vestidos en monos beiges empezaron a bajar los cuadros de las paredes. Eran muchos los cuadros y muy buenos, desde hacía décadas los pintores del país pagaban sus impuestos con obra y los cuadros mejor considerados iban a parar a las paredes de Los Pinos.

Los descolgaban de las paredes los hombres de beige. Los embalaban con papel canela y luego con plástico de burbujas. Los dejaban recargados contra las paredes del gran salón, de los anchos pasillos, de los salones medianos del segundo piso, de las paredes de las varias casas de dos o tres pisos de la propiedad.

También en el gran comedor presidencial y sobre su gran mesa embalaron la vajilla de 800 piezas, cada plato y cada tacita y cada sopera primorosamente pintados a mano con pintura azul. También guardaron en cajas los cubiertos de plata, los ceniceros de plata, las jarras de cristal cortado, los floreros. Tampoco tuvieron piedad con las piezas de los maestros artesanos, varias de ellas premios nacionales de artesanía: embalaron los jarrones de talavera, los coloridos cuadros huicholes, la pareja de jaguares gigantes de cerámica.

Todo lo vio con sus ojos amarillos y fosforescentes el Gato Negro, que se paseaba entre las patas de los intrusos, saltaba a la mesa donde empacaban cada plato, enseñaba sus dos colmillos y gruñía en el marco de una ventana por donde pasaron 8 hombres de beige cargando el corazón de un piano de cola.

Qué suerte que soy chiquito, pensó el Gato Negro, así a mí no me roban: me dice don Anselmo que de seguro pensó el gato negro.

Afuera de la salida 5 de Los Pinos aguardaban estacionados dos tráileres. Sus contenedores se fueron llenando de obras de arte empaquetadas, y ya se preparaban para irse cuando en el despacho presidencial la mujer rubia que comandaba el atraco se quedó mirando la bandera patria con ternura.

La miró despacito, me cuenta don Anselmo, como reflexionando en algo muy profundo, luego se le acercó y la sintió entre dos dedos. Era de seda y de la buena.

La mujer rubia desamarró a la bandera de su asta dorada por sus tres amarres, sobre el escritorio al que tantos presidentes se sentaron, la dobló en dos, luego en cuatro, luego en ocho. A ver, oye, le dijo a un cargador que pasaba, tráeme una caja para guardar esto y un marcador.

Guardó la bandera en la caja plana que le trajeron y la rotuló con el marcador así: Mantel. Luego los dos tráileres salieron uno tras otro a la avenida desierta y todavía anochecida.

Ya comerán chiles en nogada este septiembre, la ex esposa del expresidente y su numerosa familia, sobre un mantel tricolor, me dice don Anselmo.

¿Era la esposa del expresidente la mujer rubia que dirigió el robo?, le pregunto.

No, dice él. Pero sí era una señora de su equipo.

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