Lo que sucedió aquella noche fatal en Iguala puede contarse en un párrafo.
Por orden del alcalde local, 43 jóvenes normalistas fueron asesinados por esbirros del cártel de Guerreros Unidos y sus cuerpos fueron disueltos por ellos mismos, por policías y por militares, trabajando como un solo equipo, bien coordinado.
Tal atrocidad reveló el informe de la Comisión de la Verdad presidido por Alejandro Encinas.
Una información periodística agregó otro dato revelador.
Ya ocurrida la tragedia, el expresidente Peña envió a su Fiscal a terminar de sepultar el crimen en la impunidad. Se le ofreció al alcalde de Iguala un puente de plata para escapar del país.
El suceso es bárbaro, sí, y sin embargo es parte de la normalidad en el estado de Guerrero, amén de otras zonas salvajes de México. Los expertos calculan que en una tercera parte del territorio la cooperación entre el Crimen, el Ejército, las policías y los altos funcionarios es la norma.
En ese México Salvaje han trabajado ya tres décadas en equipo para saquear a la población civil.
Ante tal evidencia, qué ingenuo suena el actual debate en el Congreso sobre si la Guardia Nacional debe o no ser dirigida por un civil. Ante el grado de interconexión entre el crimen y las fuerzas del orden en ese territorio comanche, ¿qué diablos podría garantizar un administrador civil?
¿Que el pobre señor llore por las noches?
La pregunta que ahora importa es otra. La pregunta crucial es qué hará el presidente López Obrador con los 83 presuntos culpables señalados por el informe de la Comisión de la Verdad.
En un mundo ideal, regido por razones morales, el presidente debería procurar que se les aprehenda y se les lleve ante la Justicia, para ser investigados y justamente sentenciados. Eso sería apenas el inicio de un nuevo tiempo, en que el Ejecutivo Federal tome partido por la Justicia.
Y es que no es por cierto lo que hicieron los presidentes previos.
Ante encrucijadas de igual dimensión, los presidentes Fox, Calderón y Peña, retrocedieron medrosos. Para no hacer peligrar su relación con altos funcionarios del pasado, el Ejército o las policías, eligieron encubrir terribles actos delictivos y tomaron así partido por la barbarie.
Fox perdonó el Pemexgate. Calderón desoyó las evidencias de que su secretario de Seguridad, García Luna, se había vuelto un capo del narco. Peña Nieto mandó a su Fiscal a sepultar los crímenes de la terrible noche de Iguala.
Pero no es seguro que López Obrador se igualará en esto a sus predecesores.
Después de todo, fue él quien ordenó la investigación de los hechos de Iguala y quien nombró a la cabeza de la investigación a un hombre reputado e íntegro, Alejandro Encinas.
Pero –otra vez pero: esa infame palabra: la vuelta en U de las buenas intenciones–, pero también es cierto que el presidente López Obrador ya traicionó una vez la esperanza de que ejercería tal coraje moral. Cuando el gobierno de EU aprehendió en California al general Cienfuegos, pidió su regreso a México, prometió juzgarlo acá –y en realidad lo dejó libre.
El dilema del presidente no es menor.
En efecto, procurar que esta vez sí los presuntos culpables sean investigados a fondo, podría enemistarlo con el Ejército, las policías y la alta burocracia del gobierno de Peña. Y las consecuencias podrían ser graves.
Y, sin embargo, hacerlo podría forzar al Ejército, el actor de mayor calibre en este asunto, a decisiones históricas.
El Ejército podría aceptar entregar a los 16 militares señalados por el informe, como si fueran 16 ovejas negras que rechaza, lo que significaría admitir por primera vez en su historia y para tiempos futuros que la corporación sí está sujeta a la revisión de la Justicia.
El dilema es arduo. La apuesta, histórica. La Oposición pone sus fichas a favor de que López Obrador es igual a Fox o a Calderón o Peña; los que votamos por este presidente, las ponemos a favor de que tomará en los próximos días la decisión ética.
Tic. Tac.
Tic. Tac.