Para Manuel Martí
La palabra del hebreo nefesh significa respiración y aparece en la Biblia siete mil cuatrocientos treinta y tres veces.
Respiración: el acto de inhalar aire con los pulmones y luego expelerlo.
Por asociación, nefesh significa también aliento de vida. Y sí, respirar es introducir al cuerpo vida y dejar de respirar, de forma permanente, es haber perdido la vida.
Qué sabias suenan las oraciones de la Biblia que aluden al nefesh. Son sabias como solo pueden ser las oraciones puramente descriptivas.
¿De qué sirve ganar el mundo entero si en la conquista pierdes el nefesh (la respiración)?, exclama Jesús según el relato de su apóstol Mateo.
Así de sencillo, durante siglos, nefesh es la respiración. Entonces sucede un accidente. La Biblia cae en manos griegas y romanas y no solo es traducida al latín y al griego, sino es torturada para que quepa en un relato platónico de la vida. Un relato que divide al ser humano en cuerpo y algo más.
Algo más: algo etéreo, incorpóreo, inhumano, inmortal: en alma.
¡Oh cielos!: gracias a Platón y a sus acólitos, nefesh pierde su realidad material, empieza a significar la parte de la vida ausente del universo real y las historias de la Biblia empiezan a ser otras historias.
¿De qué sirve ganar el mundo si en el trámite pierdes el alma?, exclama ahora Jesús, más indescifrable que en siglos anteriores.
El Moisés de la Biblia no es penetrado por una larga bocanada de aire, antes de comprender que su misión es enseñar a respirar bien a los esclavos: no, es penetrado por algo que viene de un más allá inaccesible.
Y un aire común no une a los camellos, los burros, los sauces, las palomas y a las mujeres que caminan entre ellos rumbo al pozo del pueblo: no, ahora ellas son superiores a las bestias y los árboles, porque tienen alma, como ellos no.
Los curas dominicos tienen que luchar en un juicio canónico para demostrar al Papa y al Rey del Imperio Español que los habitantes de América también tienen alma.
Cientos de miles de musulmanes peregrinan cada año a la Meca para encontrar su alma.
Y Niezstche decide que el alma no existe. La ha buscado por toda Europa y entre las piernas de tres mujeres, y puede asegurar su inexistencia.
Y de paso el filósofo empuja iracundo fuera de su escritorio a la Biblia entera: es una coartada para volver obligatoria la débil respiración de los cuerpos civilizados, tan cercanos a la fatiga como distantes del canto y la danza.
Einstein se pregunta en su cubículo de profesor universitario si el alma existe y decide que la pregunta no tiene la menor trascendencia.
Y millones de primates bípedos hacen yoga en la cuarentena del año 2020 para respirar bien, pero no para ser uno con el alma del mundo.
Es entonces, en medio también de esa pandemia terrible, en un departamento en un piso 17 de un edificio de una ciudad del sur de América, que Susana de la Garza tiene un sueño.
En el sueño Platón toca a la puerta de su departamento con los nudillos. Va en una túnica blanca, su rostro está rodeado de una barba delgada, usa sandalias blancas.
Susana le abre la puerta de la cocina y le alarga con temor un tapabocas, que Platón se pone en el rostro. Le entrega unos guantes de látex rojo, que Platón, obediente se pone. A una sana distancia, cada uno se sienta en un taburete alto al borde del mostrador.
Es la madrugada: amanece en la ventana de la cocina y en el balcón dos parejas de pericos del Amazonas, verdes y con penachos rojos, silban.
Platón inhala hondo y en un solo aliento largo y doloroso pide perdón por haber trastornado a la especie durante dieciséis siglos con una mala traducción al latín de la palabra nefesh.
—Mirá —dice Platón en español con algunos acentos argentinos—, me equivoqué y convertí las vidas de los primates bípedos en un quilombo.
—Pero bueno —le contesta Susana e inhala profundo—, la especie se ha equivocado en otras cosas también.
Platón asiente:
—Y de cierto siempre se equivocará en esto o lo otro. Pero cuando uno se equivoca, y no es un malvado, debe reconocer su error y no estarse quieto hasta que lo anuncie a quienes ha engañado.
Susana asiente:
—Te digo qué, Platón —le dice a Platón—. Es dulce rectificar. Yo cada que reconozco un error me siento feliz, porque sé que la vida será mejor. ¿Un mate?
En el balcón, 17 pisos por encima de la ciudad de Buenos Aires, rodeados de pericos detenidos en el barandal, Susana y Platón sorben del popote de metal de su cazuela de mate. Cada uno la suya. Hay que recordar que sorben el mate durante lo más alto de la curva de contagios de un virus que por ese tiempo se ocultaba en el aire.