Ana Laura Magaloni escribió una editorial refiriéndose a la prisión preventiva oficiosa. No le parece a la doctora Magaloni que deba existir. Ha servido a los gobiernos en turno para fabricar “criminales” y para cobrar venganza de sus adversarios, escribió, no para hacer justicia.

Cosa que a todos nos consta.

Precisamente el presidente ahora en turno, AMLO, le respondió a la abogada Magaloni en su conferencia matinal diaria, a través de su vocero, Jesús Ramírez, que ella misma opinaba distinto hacía algunos años.

Jesús Ramírez leyó partes de una entrevista realizada a Magaloni durante el mandato de otro presidente, y en efecto, la doctora tenía entonces otra postura sobre la misma cosa.

Estaba pues servida la mesa para un debate de altura sobre la prisión preventiva oficiosa. ¿Qué había hecho cambiar de parecer a la doctora? ¿Qué razones tiene el presidente para querer conservarla?

La cosa ameritaba una discusión pública y el calibre de los contendientes garantizaba una conversación superior.

¿Cómo habría sido ese debate?

Eso era un problema de imaginación –y no muy arduo. El presidente y Ana Laura pudieron haber acordado proseguir el debate en las páginas de un periódico. O pudieron haber empleado una plataforma digital para debatir, de viva voz, con tiempos marcados y un moderador.

Un presidente y una ciudadana sentados frente a frente, debatiendo pausada y de forma racional. Hubiera sido un ejercicio democrático inédito en México y a todas luces provechoso para la sociedad. Todos iríamos enterándonos mejor del tema y podríamos llegar a entender cuáles son los puntos de conflicto e incluso los posibles puntos de acuerdo entre las dos posturas.

Pero ya es improbable que suceda ese debate. ¿Por qué?

Porque como en tantas oportunidades para debatir, lo primero que ha sucedido es que se ha perdido ya la cosa en sí por debatir: la prisión preventiva oficiosa: en pocos días todo ha derivado en ese ring de box aburridísimo y estéril que es la polarización.

Twitter y los periódicos se han llenado de adhesiones a la doctora Magaloni, siempre en el mismo sentido. Ella es buena y el presidente es malo. Ella es una ciudadana indefensa y el presidente un tirano todopoderoso. Por tanto, ella desde su indefensión tiene derecho a escribir lo que le venga en gana y el presidente desde su poder absoluto tiene la obligación de callarse la boca.

Rarísima conclusión, y sin embargo muy socorrida.

Y por otra parte, también aparecieron las consabidas adhesiones al presidente. Él es bueno y ella es mala. Él es un presidente honesto que se ha ganado el derecho moral a defender sus iniciativas, lo que sin duda es cierto, y ella es parte de un grupo político adverso a su gobierno, lo que no es para nada seguro.

Esta es la aburrición que dura ya cuatro años. Los grandes temas de nuestra circunstancia se los come la impericia nacional para el debate. Rápido la cosa en sí por debatir se escurre y se pierde entre manotazos exaltados y las mismas acusaciones cansadas: él es bueno, ella mala —o viceversa. Ella trabaja secretamente para la Oposición, el presidente está loco o es autoritario.

Bla bla bla.

Alguna historiadora del futuro sacará las cuentas de estos debates interruptus que hoy vivimos y dirá: Fue el fracaso de una generación. No supieron debatir. No se atrevieron a la democracia. Convirtieron cada debate en un pleito entre personas, a cada gran tema nacional en una resortera, y en el trance perdieron la realidad.

La realidad: la cosa en sí motivo de cada encontronazo.

O tal vez una cineasta que ahora tiene 10 años hará una película hilarante sobre este fracaso. Tratará de dos equipos de futbol a los que a medio juego se les pierde el balón y ya solo se dan de patadas entre sí. Hay caídas en el lodo, hay recambio de jugadores, hay abucheos y porras en las gradas. Y lo dicho: no hay balón: la cosa en sí se extravió.

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