La máxima oficialista de “no traicionar” se violenta todos los días por quienes la postulan. Sí. Los que supuestamente reprueban la represión estudiantil en 1968 y se dicen herederos de ese legado, los que lucharon contra el fraude electoral en 1988 porque al gobierno se le cayó el sistema, ocultó miles de actas, y se robó una elección, los que hicieron los éxodos por la democracia para protestar contra los fraudes electorales en Tabasco, los que alguna vez militaron en el PRD que, aún con su alineación de izquierda, tuvo la fuerza para romper lanzas con el partido comunista chino y su gobierno por la represión en la famosa plaza de Tiananmén en 1989, hoy apoyan lo que ayer impugnaron, todo con el objetivo de preservar el poder. Ya sea en México o en Venezuela. Justificar una sobrerrepresentación en el Congreso para controlar los poderes legislativo y judicial, y simultáneamente avalar al dictador Maduro que se robó la elección ante los ojos del mundo, implica traicionar principios y luchas históricas, que se entiende en muchos de los que hoy visten de guinda porque estaban del otro lado, pero que no se comprende en quienes sí vienen de las filas de la izquierda o del perredismo original.
Se traiciona el legado histórico -cuando pretextando el respeto a la soberanía de otro país- el gobierno no se suma al repudio mundial por la represión a un pueblo hermano, el venezolano, y guarda silencio cuando a plena luz del día se secuestra, se mata, se tortura y se persigue a quienes se oponen a la permanencia del dictador. Se traicionan los principios, cuando se avala que en Venezuela se declare un ganador en la contienda presidencial por la simple palabra de quien está al frente de un órgano electoral controlado por el gobierno, sin que se muestren las pruebas que avalen este dicho y, sobre todo, cuando la oposición ha tenido la capacidad de organización y civismo para ofrecer el importantísimo testimonio de más del 80% de las actas que demuestran la contundente derrota de Maduro. Se traiciona la lucha por la democracia -la que se dio en contra del otrora partido hegemónico para evitar la sobrerrepresentación y que mayorías artificiales pudieran hacer cambios de fondo a nuestro régimen político sin tener que dialogar y buscar consensos- cuando la pretensión es servirse con la cuchara grande obteniendo curules que no se corresponden con los votos obtenidos en las urnas. Porque obtener tramposamente una mayoría calificada para hacer los cambios constitucionales que se le antojen al partido en el poder y, sobre todo, para maniatar al poder judicial, controlarlo, ponerlo a su servicio, es traicionar los ideales y la lucha que precisamente los llevó a la cima.
Para quienes hoy nos gobiernan, el fin justifica los medios (aquí y en cualquier país): elecciones de Estado, sobrerrepresentación, violación del mandato popular, control de los órganos electorales. Es cierto, México no es Venezuela… todavía. Lo que pasa en aquella nación debe ser también una lección para México porque todo empezó con la destrucción del cimiento democrático. Como dijera el refrán popular: “cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon las tuyas a remojar”.
Política mexicana y feminista