Independientemente de las diferencias, como feminista no puedo dejar de reconocer el hecho histórico de que una mujer se ponga la banda presidencial este primero de octubre. Desde que nuestras abuelas y madres conquistaron nuestro derecho al voto, hasta las luchas por la apertura de espacios y la paridad, este acontecimiento tiene un simbolismo que desata los sueños de niñas y jóvenes de que es posible romper el techo de cristal en cualquier esfera de la vida pública. Nadie puede regatearle a Claudia Sheinbaum este contundente triunfo, pero eso no nos exime de exigirle que precisamente por eso su compromiso es mayor, particularmente con las mujeres. Que si de algo sirve esta hazaña es para ejercer la investidura completa, demostrar que se puede gobernar diferente y contribuir desde ese espacio tan poderoso a romper pactos patriarcales, de los que ella misma ha sido parte. Su obligación para empezar a saldar la deuda histórica con las mujeres es gigantesca. Desde poner en marcha una política nacional de cuidados, hasta combatir la violencia cotidiana dentro y fuera del hogar, ponerse en los zapatos de las madres buscadoras y acompañarlas en su dolor, combatir la cifra negra de feminicidios, y erradicar el lenguaje violento y machista desde la tribuna presidencial. Es cierto que esa cantidad de votos le dan un inmenso poder, pero sería deseable que, para hacer la diferencia, lo utilice para reconciliar, para dialogar, para tender puentes con millones de mexicanos que no comparten su proyecto. Por eso su reto mayor es romper con el yugo que la ata con quien será su predecesor. Construir su propia autonomía y demostrar que es ella la que manda, la que ejerce el poder. Más temprano que tarde le ha llegado esa disyuntiva con la propuesta de llevar a cabo el plan C lo que implica demoler nuestra división de poderes. Tiene en sus manos la enorme posibilidad de dar un golpe en la mesa y hacerle saber al presidente que él se va y que la que se queda a gobernar es ella.

Por otra parte, como demócrata, como mujer que forma parte de una generación que contribuyó a construir contrapesos, a derrotar en las urnas al partido hegemónico, a que se reconociera nuestra pluralidad política, y a que tuviéramos elecciones libres, no puedo callar ante dos hechos fundamentales. Por un lado, la ilegalidad que manchó esta elección con la burda intervención presidencial, el uso de recursos públicos y la presencia del crimen organizado. Las y los ciudadanos votaron es cierto y su mandato es claro. Pero eso no nos puede llevar a desconocer el contexto en el que se dio este proceso. Por otro, no podemos rendirnos ante la restauración de un régimen de partido único, bajo otro color, pero con el mismo tufo antidemocrático, avasallador, persecutor de opositores, y generador de polarización que, contrario a lo que ha sido la lucha de la izquierda democrática, quiere una sobrerrepresentación ilegal en el Congreso. Esta historia no terminó el 2 de junio. Apenas comienza y eso requiere es cierto de reflexión y autocritica. Pero también de resistencia y ánimos de lucha.

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