Más allá de la popularidad que otorga el entregar dinero y construir clientelas, López Obrador sabe que deja un país prendido con alfileres. Algunos piensan que esto es a propósito para que su permanencia en la vida política nacional sea imprescindible. Que es poca la autonomía que la próxima Presidenta tendrá. A juzgar por los hechos, todo parece indicar que al menos le deja poco rango de acción: en los últimos días le ha señalado lo que tiene que hacer, ha promovido reformas que por sus implicaciones debieron haberse dejado para quien asumirá las riendas del país, la ha acotado con nombramientos clave, y la ha “obligado” a acompañarlo en su gira del adiós y en la firma de decretos cruciales como el del golpe artero al poder judicial como una simple espectadora.

Lo más grave es la condición en la que deja al país. El hecho real es que una estela de muerte recorre nuestra patria (casi doscientos mil muertos, 50 mil desaparecidos, once mujeres asesinadas por día), y que prevalece un panorama económico muy complicado por el endeudamiento sin precedentes, un déficit de casi 6% del PIB, y el crecimiento más bajo desde 1988, lo que se agrava aún más con la incertidumbre que genera la recién aprobada reforma judicial. Esta combinación de por sí delicada se convierte en explosiva cuando le añadimos el ingrediente de la presencia creciente del crimen organizado. Basta ver lo que sucede en Sinaloa. La imagen no puede ser más desoladora. La última gira del Presidente es a esa entidad y no a Guerrero que sufre los estragos de los huracanes y en donde la gente pide a gritos el apoyo que el gobierno está obligado a brindar. Pero su visita a tierra sinaloense es acompañada no sólo de la protesta social sino del mensaje claro de quienes se saben impunes: “Bienvenidos a Culiacán” reza el lema que porta una camioneta con varios cadáveres a su interior. Y frente a ello la receta que apenas ayer repudiaban con la salvedad de que ningún gobierno previo se atrevió a tanto: la militarización de la seguridad pública elevada a rango constitucional.

López Obrador asumió la presidencia con un país estable. Claudia Sheinbaum lo hará en este contexto de caos, escaso crecimiento económico, violencia, y la sombra de quien parece se niega a abandonar de todo el poder. De ella depende derribar las barreras con las que se ha rodeado Palacio Nacional. A la primera mujer Presidenta le toca ponerse en los zapatos de los cientos de miles de víctimas, de las y los niños que se quedaron sin escuela, de los 50 millones que no tienen acceso a la salud, de las mujeres que exigen políticas públicas de cuidados y vivir en paz, así como darle certeza a la empresa que es la que genera empleo y con ello un bienestar duradero. Le corresponde conmoverse con tanto dolor y tender la mano para avanzar en la reconciliación dejando atrás el odio y la polarización que tanto daño nos han hecho. Le compete ejercer la investidura completa para demostrar que las mujeres somos capaces de gobernar un país sin la mínima sombra de sumisión. Es su responsabilidad trastocar el pacto patriarcal y romper cadenas, empezando por las que a ella ahora la sujetan. De otra manera, la mínima chispa puede incendiar la pradera que por cierto le están dejando muy seca.

Política mexicana y feminista

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