El espectáculo perfectamente montado por el presidente del partido oficialista para dosificar el resultado de las encuestas para candidaturas a gobiernos estatales, particularmente la Ciudad de México tenía, entre otros, el objetivo de desviar nuestra atención de la tragedia humanitaria que persiste en Acapulco y en Guerrero. Ya sabíamos quién sería el gran elector y que el tan llevado y traído bastón de mando no era más que parte de una escenografía hueca. Si alguien tenía dudas este viernes se confirmó que sólo una persona seguirá mandando aun cuando la silla del águila la ocupe otra. Puro teatro pues.

El asunto es muy grave. Estamos ante una enorme degradación de quienes antes abogaban por los derechos humanos y ahora no han tenido empacho en traicionar todos esos principios. No me refiero a Ignacio Mier cuyo indignante sometimiento es propio de gente como él, sino a hombres y mujeres que ayudaron a construir las instituciones democráticas de este país, que fueron luchadores sociales, y que hoy han abandonado literalmente a un millón de mexicanas y mexicanos. ¿Cómo podemos explicarnos que no hayan establecido un presupuesto específico para los damnificados y la reconstrucción de Guerrero? ¿Acaso las y los diputados morenistas de esa entidad no traicionaron su historia, sus muertos, y uno de sus tres mandamientos al votar en contra de que se asignaran recursos para enfrentar esa catástrofe? ¿Cómo podrá presentarse Pablo Amílcar Sandoval ante la tumba de Pablo, su padre? ¿Qué cuentas le rendirá? ¿Qué excusa puede esgrimir Rosario Merlín y todos los demás?

Son tiempos aciagos. En Acapulco hay hambre, sed, enfermedad y abandono total de un gobierno que ha preferido clausurar la emergencia para no hacerse cargo de su atención. De unos legisladores que han sido reducidos a nada, anulados por un poder omnipotente al que hay que rendirle pleitesía y callar boca, porque antes que todo están sus proyectos personales. La dignidad no cuenta. No vale, por más que muchos de ellos sean herederos de la gesta histórica encabezada en 1988, cuya característica es precisamente la dignidad. Claro con sus honrosas excepciones como las de la diputada Selene Ávila, cuyo discurso les dolió en el alma porque con enorme valentía y congruencia les dijo la verdad: es una infamia que se abandone así a quienes son nuestros hermanos.

Pero, sobre todo, cómo pude verse el presidente a sí mismo, ¿cómo justifica su indolencia, su absoluto desenfado con relación a uno de los momentos más trágicos en los que están sufriendo tantas y tantos mexicanos? ¿Qué le dice al Andrés Manuel que abogaba por recursos cuando fueron las inundaciones en Tabasco? ¿Al que hacía éxodos por la democracia y cuestionaba el presidencialismo exacerbado?

Esta tragicomedia no tendría importancia si no estuviera de por medio tanta desgracia, tanto dolor, tanta muerte. Pero en realidad no hay sorpresas. Es la misma crueldad criminal frente a las madres buscadoras, las víctimas de la violencia o la pandemia, las mujeres asesinadas o violentadas, los jóvenes desaparecidos. Sólo nos queda la evidencia de que ha muy poco gobierno, pero afortunadamente mucho pueblo.

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