Nunca imaginamos que en nombre de la izquierda se diera el golpe más artero a nuestra Constitución. Que desde esa palestra se atacaran los principios fundamentales de la democracia, las libertades y los derechos humanos. En los últimos días, amparados en una mayoría artificial, se ha modificado sustancialmente nuestro régimen político y la deriva autoritaria se está convirtiendo en realidad. No hay nada en la votación emitida el dos de junio que apunte a ninguna clase de supremacía. Pero la ambición por detentar el poder a toda costa ha llevado al oficialismo a modificar aspectos de nuestra Carta Magna que parecían avances irreversibles y que fueron producto también de la batalla que por décadas se dio en contra de un régimen autoritario, que concentraba el poder con el argumento de que eso era lo que le convenía a México. Ya no sólo hablamos del ataque al poder judicial y del grotesco espectáculo en el que se afilaron las guillotinas para cortar la cabeza de cientos de jueces y magistrados sin que tuvieran derecho a la mínima defensa, al debido proceso y al respeto a sus prerrogativas laborales.

En la última oleada se destruyó, además de la separación de poderes, la posibilidad de controvertir decisiones del Congreso que pueden significar un retroceso en nuestro estatuto democrático, en la defensa de las minorías, o en los derechos de las mujeres, por citar algunos ejemplos. En una calculada maniobra fingieron que se modificaría el artículo primero de nuestra Carta Magna, para aparentemente recular y avanzar, al amparo de la noche, en un asalto a la razón, al derecho y a la democracia. México, el pionero en materia de amparo, se convirtió así en el país en el que se le dio un golpe en el corazón a tan importante instrumento. En nombre del pueblo se le expropiaron derechos conquistados y se retrocedió en materia democrática. Porque no hay nada más preocupante que el poder Ejecutivo consulte al Legislativo lo que está obligado a litigar judicialmente y este último se erija en juez (abrogándose facultades que no tiene) y le diga a presidencia que cuando le plazca puede violar la ley. Porque es autoritario que un poder se erija como el único que puede tomar decisiones sin que ninguno otro pueda ponerle límites a sus desatinos o a reformas que atenten contra los principios básicos de la Constitución. Porque es profundamente regresivo que se introduzca la retroactividad para amarrarle las manos a la Corte e impedir con ello que se desestime una inconstitucional reforma que vulnera todo principio de imparcialidad y autonomía del poder judicial.

Todo ello comprensible para los priistas de viejo cuño que ahora se escudan en el morenismo. Pero sorprendente para quienes desde las filas de la izquierda fueron parte de esas luchas que a golpe de votos tumbaron al viejo régimen, hoy restaurado por una mayoría voraz. Hombres y mujeres que tomaron las calles, las tribunas y las urnas para avanzar en una democracia constitucional que hoy sin pudor pretenden derrumbar. Los supuestos herederos del 68 y del 88 no han tenido empacho en restaurar los rasgos autoritarios que tanto combatieron. Sólo que olvidan algo que la historia nos ha enseñado una y otra vez: los carniceros de hoy, serán las reses del mañana. Al tiempo.

Política mexicana y feminista

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