La Real Academia Española nos dice que un ciudadano es una persona considerada miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido a sus leyes. En otras palabras, un individuo diligente que ejerce derechos de los cuales es dueño y que solo acota en el marco de la ley.

Los ciudadanos son soberanos y ellos construyen la soberanía. Las decisiones que valen en una República son las que ellos articulan mediante procesos institucionales ciertos, pulcros e incluyentes. En este ambiente, las transformaciones —las revoluciones, no las revueltas— las llevan a cabo las coaliciones de individuos o grupos, no las masas o los militantes.

El riesgo es que esas revoluciones mandatadas por coaliciones ciudadanas son muchas veces secuestradas por una minoría militante que lo primero que hace es reducir a los ciudadanos a pueblo, a masa, a súbdito. Quienes llegan al poder con el impulso de millones de voluntades, generalmente priorizan el convertir a esos individuos en una multitud amorfa —que es como tratar a los granos de arena como si fueran la playa completa: se pierde la individualidad y se minimiza su importancia agregada, lo que, en el caso de las personas, las deshumaniza y limita sus derechos individuales—. Desde la Revolución Francesa hasta la Bolchevique, pasando por cualquier otra, vemos ese patrón.

Primero la fiesta ciudadana por la caída del viejo régimen producto de una gran coalición; luego el asambleísmo y la modificación de la constitución o la promulgación de una nueva; después la personalidad carismática que se autodefine como incorruptible que inicia la purificación, el terror y la exclusión de fuerzas que ayudaron a construir el cambio; enseguida el poder va a manos de un pequeño directorio y finalmente el imperio o la dictadura. Ese es el ciclo rutinario de las transformaciones con aspiraciones revolucionarias. Los ciudadanos ponen en marcha un tren del que rápidamente los bajan. Esta perversión de los ímpetus ciudadanos la tenía presente la teórica política Hannah Arendt cuando escribió en 1970 que “el revolucionario más radical se convertirá en conservador al día siguiente de la revolución”.

Sin embargo, el siglo XXI no es el XX, ni el XIX y menos el XVIII. Lo que los ciudadanos iniciaron en México en 2018—en un mundo donde todos tenemos un micrófono colectivo en nuestro celular o cuenta de redes sociales—puede y debe seguir siendo de la ciudadanía.

A muchos grupos de ciudadanos que probablemente fueron parte de la gran coalición que ordenó una transformación hace cinco años—científicos, investigadores, médicos, jóvenes, agricultores, y la lista sigue—, los hicieron a un lado por las decisiones legislativas y de política pública de una minoría que ha secuestrado un proceso social. Estamos en el momento ideal para tomar acción y reencauzar el cambio deseado.

Los ciudadanos no pueden ser marginados o dejar que una minoría sectaria les imponga caprichos e improvisaciones ideológicas. Si lograron en 2018 sacudir a México de un proyecto de país que los tenía inconformes, ¿por qué no volver a construir ese frente amplio para frenar un acto de demolición que ya llegará a su quinto año?

Que el pueblo quite y el pueblo ponga es una entelequia. Son los ciudadanos los que deciden, corrigen y mandan. Quienes estaban hartos en 2018 se hicieron sentir; quienes hoy son marginados tienen exactamente la misma capacidad. Esta es una República de individuos, no de masas. No hay régimen que la ciudadanía no pueda poner en orden.

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