En la defensa de la democracia mexicana hay una variable clave que no podemos dejar de lado quienes participamos en partidos políticos, organizaciones ciudadanas y colectivos: la seguridad pública. Académicos y analistas han ofrecido amplia evidencia sobre la erosión que sufre la democracia cuando el Estado se repliega del territorio, los ciudadanos sufren el acoso de grupos criminales y los vacíos políticos son llenados por poderes fácticos. No podemos dejar esa materia fuera del análisis en este 2023 y de cara al 2024.
En una sociedad donde el Estado no tiene presencia efectiva en todas sus comunidades, la ciudadanización se hace imposible. Las asociaciones civiles, las ONG y los activistas son blancos naturales de los criminales, pues ellos están entre los primeros que alzan la voz para pedir la aplicación de la ley en áreas naturales remotas y territorios indígenas, o bien, para combatir la trata de personas y las violaciones de las reglas de operación de centros nocturnos, entre otros temas.
Donde no hay seguridad, los ciudadanos que se involucran en mayor grado en la mejora de sus comunidades enfrentan, por un lado, la incapacidad de un sector público apático o corrupto y, por el otro, la violencia de criminales que se benefician de las fallas y complicidades que ellos mismos denuncian. En otras palabras: una ciudadanía sitiada.
A mafias y cárteles nada les incomoda más que una ciudadanía activa que reclame que el gobierno —que cobra impuestos, tiene el monopolio de recursos naturales estratégicos y del uso de la fuerza, y ejerce el presupuesto público— haga valer las leyes que hacen posible las libertades. Esa triste realidad nos la comprueban las centenas de activistas, periodistas, líderes comunitarios y de colectivos que han sido asesinados en México.
Sin duda es loable plantear la erradicación de las actividades criminales desde una perspectiva integral que considere factores de bienestar, pero lo cierto es que sin la fuerza pública el Estado moderno no se sostiene. Que el Estado gobierne todo el territorio en todo momento, es una condición indispensable para que exista una verdadera Ágora donde los ciudadanos discutan el destino nacional. En cambio, una arena pública plagada de balas y secuestros desalienta la participación democrática.
Esa es la dramática necesidad nacional —convertida en escándalo internacional— que reveló el secuestro de cuatro norteamericanos en Matamoros. Frente a la ausencia del Estado Mexicano los delincuentes cruzaron toda línea normativa. Sin embargo, cuando el Estado Estadounidense y sus instituciones hicieron patente su presencia, los criminales retrocedieron y, de forma retorcida, nos mostraron que hay áreas del país donde la delincuencia constituye un Estado paralelo, con sus normas internas, sistema de justicia y responsables de relaciones internacionales, al entregar atados y encapuchados a los presuntos culpables del “error”.
La democracia muere en la oscuridad y en México la ciudadanización de la política no puede germinar con un Estado ausente y bajo la sombra de criminales con presencia casi de Estado. Sí, el uso de la fuerza pública debe ser justificado, proporcional y sujeto a una estricta supervisión, pero cuando se usa correctamente, es un importante catalizador del desarrollo democrático. En contraste, una política de seguridad que abdica de su responsabilidad de hacer valer la ley en todo el territorio —sin excepción— es otro “Plan B” contra la democracia, uno de consecuencias terroríficas.
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