El 4 de marzo de 1933, Franklin D. Roosevelt instauró la que ha sido por décadas la regla de oro con la que se mide el inicio de un gobierno. Quien fue electo cuatro veces presidente de los Estados Unidos, es quien abrió paso a la idea de que un gobierno toma el control de la agenda en los primeros 100 días.

En México, el inicio de lo que ha sido denominado el “segundo piso” de la 4T ha sido muy lejano a esa idea de una agenda contundente y que siente precedente. La idea de hacer algo en los primeros 100 días con orden y sucesión claros ha estado ausente, El liderazgo del nuevo gobierno ha publicitado algo denominado como los 100 Pasos para la Transformación pero, salvo algunas excepciones, son declaraciones ideológicas, citas citables, compromisos genéricos que no tienen calendario, presupuesto o meta clara. No constituyen una agenda operable para abrir a tambor batiente un gobierno o empezar un “segundo piso”, más bien parecen la extensión inercial y apenas discursiva del “primer piso”.

Ese “vacío”, como todo en política, no ha quedado vacío, por el contrario, la ausencia de una agenda clara ha creado una agenda de la urgencia y la respuesta a eventos surgidos en “el azar de los hechos”. El gobierno del “segundo piso” antes que marcar la agenda ha tenido que reaccionar a la misma. La incertidumbre financiera, las dudas de los empresarios, la violencia en el noreste del país, los coches-bomba, desastres naturales y demás contingencias han marcado la agenda pública y opacado los anuncios gubernamentales. El nuevo gobierno parece más combativo y menos propositivo. El gobierno de la 4T por primera vez en 6 años va atrás de los hechos antes que marcando la realidad que aspira a controlar mediática y políticamente. Por eso el país se siente -y probablemente está- un poco al garete.

Los hechos han tomado el control de la agenda pública, porque en los hechos no hay control. Ese es el precio que se paga cuando en la comodidad de no proponer metas precisas para abrir un mandato, se deja que las cosas ocurran sin más. Ya pasó un mes, ya se agotó un tercio de los primeros 100 días y en realidad seguimos enfrascados en una batalla iniciada en el ocaso del mandato previo con el Poder Judicial.

La ausencia de una agenda clara ha generado la sensación que por primera vez en la historia de Morena el gobierno y el partido no son lo mismo, ni tienen la misma agenda o una comunicación estrecha. El partido se “acelera” y el gobierno tiene que “frenar” y tranquilizar los ánimos e inquietudes. Uno piensa que puede haber dos polos de poder en un movimiento que se había caracterizado, hasta ahora, por su verticalidad.

Las grandes notas de los últimos 30 días, desde la devaluación del peso, la violencia desatada, las implicaciones para México de la elección en Estados Unidos, la fragilidad fiscal y hasta los mortales accidentes en la refinería Deer Park de Pemex en el vecino del norte, son temas a los que el gobierno reacciona, no son temas que proponga. Se gobierna en la contingencia, más que en el rumbo y se busca repetir los viejos temas “taquilleros”, como una titular del Ejecutivo hablando sobre el monto de las pensiones de los ministros que renuncian para tratar de controlar la narrativa, pero esta vez no parece funcionar.

Sí, es cierto, la aplanadora de Morena está desatada y parece imparable e imbatible, eso puede desanimar a todos los que creemos en la democracia, la pluralidad y las ideas liberales, pero al mismo tiempo uno percibe una aplanadora desbocada y, por tanto, sin rumbo o timonel, eso abre interesantes oportunidades que ofrecen esperanza -de la verdadera esperanza, no la del marketing guinda- para el futuro del país.

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