El buen árbitro no se ve. Ella o él aplica las normas con nobleza y firmeza para que el juego fluya; para que los jugadores muestren y desarrollen sus habilidades; para garantizar que no haya juego sucio; y para que el resultado sea considerado justo y legítimo. El buen árbitro no se somete ni azuza a los espectadores. El buen árbitro sabe que lo suyo es conducir el juego, no ser el protagonista.
Entendiblemente, estos principios también rigen a los buenos gobiernos democráticos. El buen gobierno sabe que su papel es esencial, pero no es suyo el balón, ni el equipo, y menos el estadio o la tribuna. Los goles y logros son de los jugadores. Por lo mismo, el buen gobierno se debe poner por encima de equipos y colores.
El buen gobierno, como el buen umpire en el beisbol, no aspira a salir en hombros. Sabe que debe trabajar para cualquier equipo por igual, ya que todos esperan decisiones correctas que den certidumbre, sobre todo en los momentos más complicados. El buen árbitro no quiere ser celebridad, aunque un trabajo bien hecho los puede hacer célebres.
Al país –a cualquiera– le va mal cuando la política se vuelve el centro del acontecer colectivo. Que el gobierno sea el centro del universo nacional es indicio de una crisis, de un clima contencioso permanente. La democracia existe para que el ciudadano pueda participar en las decisiones sin que tenga que llenar plazas y calles para ser escuchado. Sin embargo, un país constantemente movilizado desde todos los frentes es un país sin ruta cierta; un país en estado de excepción y con una profunda falta de confianza en el futuro.
Un gobernante no puede ser la persona más importante de un país democrático, porque es tan solo un servidor público que está de paso. Quien exhibe y ratifica su poder en las calles, nos está dejando claro que únicamente por lo que pase en ellas estará dispuesto a cambiar de rumbo o concluir su ciclo. Nos está mostrando la regla con la que mide y la única con la que aceptará ser medido.
La democracia de ágoras es incompatible con el asambleísmo callejero como fuente de legitimidad de un régimen. Quien dice que solo se debe a la gente, deja en claro que las instituciones le resultan irrelevantes y hasta estorbosas. La “política de la fuerza”, esa de la que nos advertía Reyes Heroles, pasa a ser la única fuerza detrás de la política.
En México optamos por la democracia porque queríamos una cancha justa, en la que las reglas fueran claras, estables, incluyentes y para que el árbitro nos cuidara a todos por igual. La democracia se adoptó –no hay que olvidarlo– porque nos cansamos de los sobresaltos sexenales, de las decisiones estratégicas televisadas y de los gobernantes mercuriales. Nos cansamos de gobiernos omnipresentes que ataban el destino cotidiano de nuestras familias a los humores del poder.
El gran pacto que asumimos gradualmente desde los años 70 –mismo que se aceleró a partir de 1988– fue que el gobierno se pondría a hacer su trabajo y nos dejaría hacer nuestras vidas. México decidió que ya no sería más de una persona, sino de la totalidad de sus habitantes. Optamos por un gobierno liberal y liberador.
La política debe ser apenas un canal para dirimir nuestras diferencias, y el gobierno, el árbitro de ese ejercicio. Si convertimos a la política en el centro de todo y al gobierno en el relicario de nuestras esperanzas, el futuro que nos espera no podrá ser bueno. Eso ya lo hemos visto en otros juegos y estadios alrededor del mundo. Pero también aquí, en nuestra propia cancha.
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