La humanidad siempre ha buscado una fórmula para su desarrollo, prosperidad y el bienestar de su población. Desde las ideas del contrato social de Glaucón, el hermano mayor de Platón, hasta el Mahavastu budista, pasando por las reflexiones de Francisco Suárez en el Renacimiento español y llegando a las propuestas más conocidas de Hobbes, Locke y Rousseau, la inquietud por encontrar un código de conducta que guíe a la sociedad ha sido una aspiración común.
La idea de contar con un contrato social ha dado lugar a ideologías que funcionen como vehículos para interpretar e influir en la sociedad y el gobierno, de forma práctica y realista. Posteriormente, la noción de contratos sociales y las ideologías partidistas se han convertido en la base de instrumentos un poco más familiares para nosotros —y generalmente más aburridos, hay que decirlo—, como las plataformas de los partidos políticos y los planes nacionales de desarrollo.
La característica común de estos esfuerzos, que se extienden a lo largo de milenios, es la aspiración de contar con un conjunto de reglas e instrucciones claras que permitan procesar información social, administrar la pluralidad inherente de una sociedad, y comprender la realidad para resolver problemas colectivos. En otras palabras, se trata de algoritmos sociales destinados a promover el bienestar de la población.
En este sentido, los contratos sociales y las ideologías, así como los planes de desarrollo que sustentan —que una vez presentados se dedican a acumular polvo en los archivos—, pueden ser considerados algoritmos rudimentarios para resolver la encrucijada social. Algoritmos que hasta ahora han sido construidos por unos cuantos, de izquierda o derecha, populistas o tecnócratas, expertos o militantes, pero nunca construidos por la sociedad con la participación de millones de ciudadanos, especialmente los jóvenes.
El Frente Amplio por México (FAM) ya ha demostrado que es posible llevar a cabo un ejercicio de democracia co-laborativa nunca antes visto para elegir a su líder nacional, la senadora Xóchitl Gálvez. Esto se logró a través de un proceso de crowdsourcing en el cual el pueblo pudo expresarse sin ser convertido en una masa obediente a un mesías.
Ahora el siguiente paso es darle a nuestra co-ciudadana, electa mediante un proceso de democracia co-laborativa, un plan de acción que sea un verdadero algoritmo social de código abierto. Es decir, se trata de construir una ruta con las acciones, las instrucciones y el orden que hay que seguir para asignar recursos y apoyos, atender los problemas del ciudadano, asegurar que nadie sea olvidado y, en dos palabras, gobernar bien.
Esta es la gran oportunidad del FAM: que la propuesta programática que presentará en las elecciones de 2024 sea vista como un proyecto de código abierto disponible públicamente para recibir comentarios, críticas y mejoras. Es decir, transformar las discusiones, encuentros y consultas generadas a partir de las propuestas del FAM en auténticos foros de “Código Abierto por México” —un código abierto que sabemos será el corazón del proyecto de nación que transformará al país, y que, por primera vez, llevará la voz, los deseos y la firma de todos los que deseen participar—.
El mejor contrato social de la historia de México, el primero que todos tengamos la oportunidad de revisar y signar, es posible con el FAM. Es el caudillismo más nostálgico que sólo reconoce una voz, frente a la democracia más pura de los ciudadanos guiando su destino.