Distintos analistas internacionales han hecho una reflexión que debe sacudir conciencias. México y Estados Unidos han sido capaces —en dos ocasiones— de negociar complejísimos tratados de libre comercio para integrar minuciosamente sus economías, pero no han sido capaces de construir una verdadera estrategia, detallada y ganadora, de combate al narcotráfico, el consumo de drogas y el contrabando de armas.

Somos socios para mejorar los balances de empresas, la contabilidad de empleos y el cobro de impuestos, pero nunca hemos decidido ser socios—al menos no con una minuciosidad comercial—para salvar vidas de jóvenes, erradicar adicciones y proteger a nuestras comunidades de una violencia metastásica.

Existen mesas especializadas para discutir y armonizar normas laborales, el origen de partes automotrices o el material genético de productos agrícolas. Sin embargo, en un tema que desgarra a nuestras sociedades con balas, sangre, envenenamientos y sobredosis, no hacemos nada serio, algo inentendible para dos naciones que llevan 29 años en una asociación creciente.

Por razones históricas o decisiones a veces inescrutables de políticos de ambos lados del Río Bravo, el asunto que más preocupa a millones de mexicanos y norteamericanos no está en la agenda de trabajo de dos socios que en el 2022 intercambiaron casi 800 mil millones de dólares —cifra superior al PIB de países como Polonia, Argentina o Suecia, entre otros—.

Es tiempo de que los ciudadanos saquen a los políticos de ese absurdo. Existen en México y Estados Unidos innumerables y muy serias ONG, think tanks, asociaciones civiles y colectivos que deben empezar a construir los nexos ciudadanos bilaterales que hagan a los políticos actuar. Es tiempo de que los ciudadanos empiecen a dar forma a un TLC o un T-MEC en materia de combate a las drogas y las distintas estelas de destrucción que dejan en ambos países.

Si la ciudadanía y las ONG tejen puentes bilaterales que unan a madres, padres, hermanos, amigos y seres queridos que quieran poner un alto a la muerte y a la violencia, la prensa, las redes sociales y eventualmente los gobiernos y los legisladores—en el Senado, que es la instancia de la política exterior para México y Estados Unidos—tendrán que escucharlos y construir políticas puntuales. Aquellos políticos que ignoren estos esfuerzos deberán hacerlo bajo su propio riesgo político y electoral.

El tráfico de fentanilo y la tormenta de descalificaciones entre políticos que se ha desatado en las últimas semanas, ha demostrado que nuestros gobiernos—los que sí pueden ponerse de acuerdo en materias como comercio digital, propiedad intelectual y agricultura—no han podido o no han querido solucionar este cáncer que destruye familias.

Ciudadanizar la toma de decisiones debe empezar a tener significados reales más allá de lo electoral. Uno de ellos debe ser reconocer los espacios en los que los políticos han fallado y necesitan que la solución venga de los ciudadanos y su trabajo activo.

En ambos lados de la frontera, la sociedad civil tiene que dar los primeros pasos de una nueva política pública binacional en materia de tráfico de drogas. Así no sólo se transformaría la vida de comunidades y familias enteras, también veríamos surgir una forma de gobierno superior para hacer frente a los problemas globales del siglo XXI; problemas que—está claro—los políticos no pueden solucionar solos. Ahí está el reto y la convocatoria, la súplica y la oportunidad.

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