Somos la 17ª economía del mundo, el 14º país por territorio y el 10º por población. Sin embargo, cada seis años, seguimos esperando a que mágicamente surja quien nos libere de nuestros rezagos.
Lo que nos condena a esa milagrería perenne es el régimen presidencial; ese sistema obsoleto que trata de acomodar al monarca, tlatoani o caudillo en un marco democrático. Monarcas—en la federación —o virreyes— en los estados —son quienes tienen las riendas nacionales, con las pocas virtudes y todos los riesgos que ello implica.
Sí, el régimen presidencial es el acuerdo favorecido por los países que fueron colonias, sustituyendo al monarca de ultramar por el monarca local. Pero hoy el sistema presidencial a ultranza es un atavismo. Tal vez por eso solo 1 de cada 5 países en el mundo lo tiene como sistema de gobierno y, salvo excepciones como los Estados Unidos y Corea del Sur, suelen pertenecer al conjunto de países con bajos niveles de desarrollo.
La construcción de una verdadera democracia en México estará incompleta mientras no pensemos más allá del régimen presidencial. Ha sido un gran primer logro tener un presidencialismo democrático; lo que sigue es pensar en una democracia no presidencial. Como he mencionado en textos anteriores, toda presidencia incuba tendencias imperiales. Es obvio que la presidencia depende más de los aspectos autoritarios de quién la ocupa, y menos de sus supuestos contrapesos institucionales. El presidencialismo sigue siendo un “volado” cada seis años.
¿Qué sigue? ¿Saltar a ciegas del presidencialismo al parlamentarismo u otro régimen, de un plumazo? Eso sería irresponsable. La fortaleza de la democracia es su capacidad para tomar decisiones firmes, pero a la vez moderadas, graduales y acumulativas sobre consensos. La democracia no tiene prisa ni inspiraciones súbitas, esa es su mayor virtud y blindaje; se construye día a día, en el campo de lo posible y no de la verdad revelada ni en la épica mesiánica.
En México, ese paso lógico, gradual y prudente lleva el nombre de candidaturas y gobiernos de coalición; de alianzas de partidos y ciudadanos. Estas se sustentan en nociones democráticas elementales —por ejemplo, que la verdad y la razón pueden encontrarse en más de un partido político—, pero también por coyunturas históricas donde se conjugan ánimos sociales que coagulan en voluntades plurales más allá de las diferencias en una sociedad heterogénea. En el México actual, ese sentimiento unificador nos indica que debemos cambiar el rumbo.
Dichas coaliciones plurales nunca estarán exentas de diferendos o hasta conflictos entre sus integrantes, pero cuando se tiene claro y definido el bien mayor, siempre existirá la voluntad de hacer que prevalezca la visión aliancista. Nadie dijo que construir la unidad sea algo sencillo ni tarea de un día.
En el régimen presidencial se vota por individuos, no por programas o propuestas. Por eso, la democracia mexicana es hoy un mercado de caracterizaciones personales, y no de ideas o rumbos. Si queremos mejorar las posibilidades de supervivencia de nuestra democracia, empecemos por construir coaliciones y asegurar que sus propuestas sean atractivas, incluyentes y ciudadanas.
Digamos adiós al presidencialismo puro en la construcción de fórmulas para ganar el poder, sustituyéndolo por coaliciones electorales y sus subsecuentes gobiernos de coalición. Los estragos del presidencialismo en esteroides se acumulan. O rediseñamos este sistema deficiente o invariablemente nos rediseñará a nosotros.