Algo, no poco, se derrumbó en la imagen del gobierno López Obrador la noche de este viernes al circular videos en los que la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, festeja marrullerías políticas con Jaime Bonilla, flamante gobernador de Baja California; hace declaraciones sobre el “maravilloso” nuevo régimen en el estado y, en un forzado intento de adulación, expresa su certeza de que va a “pervivir” una reforma local para dotar a la nueva administración no de los dos años por los que fue electa, sino cinco, como dicta una reforma del Congreso local lograda a base de sobornos y extorsiones a diputados y líderes de partidos.
¿Qué le ocurrió al personaje considerado el rostro más respetable de la Cuarta Transformación, símbolo de rectitud y legalidad?, fue la pregunta que desde las primeras horas de ese día recorre al país en una ola de frustrada indignación.
Porque alguna vez creímos que existía otra Olga Sánchez Cordero.
Hubo una época, hacia 2006, en la que siendo ministra de la Corte, ella compartió con sus cercanos haber sentido una especie de náusea, política y humana, al discutir con el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, sobre el violento desalojo en el poblado de Atenco, que trajo una brutal vejación de un grupo de mujeres por parte de policías estatales.
Hubo una Sánchez Cordero que participó en las protestas estudiantiles de 1968, durante de las cuales fue brevemente encarcelado un integrante de su círculo familiar. Con ese episodio a cuestas, a los 24 años de edad, junto a su esposo y con tres hijos pequeños, dejó el país para estudiar en Londres. Desde muy joven decía que su abuela la había enseñado a ser una guerrera.
Fue profesora universitaria, la primera mujer en ganar una notaría en concurso de oposición, magistrada y, durante 10 años y hasta 2015, ministra del máximo tribunal. Luego tuvo los arrestos para ser diputada constituyente en la Ciudad de México, tras lo cual, entusiasmada, buscó una senaduría, que logró, y en el camino se le atravesó la invitación presidencial para ser la primera titular de Gobernación en la historia.
Hay quien ha escrito que su sentido de justicia le fue inspirado por su padre, el destacado civilista y popular catedrático universitario Jorge Sánchez Cordero, fundador de una dinastía de notarios.
En 1953 llevó de la mano a su hija Olga, entonces de seis años, a presenciar por primera vez una elección. Se trataba de una contienda para designar la asamblea estudiantil de la Facultad de Derecho. La representación del alumnado había estado secuestrada por una mafia conocida como “Los Pistoleros”. Pronto la presión de un cambio se abrió paso. A la presidencia estudiantil llegó Porfirio Muñoz Ledo, llevando como vicepresidente a Miguel de la Madrid. Se asegura que ello ameritó un festejo en la casa de los Sánchez Cordero. Si la niña Olga aprendió algo ese día, al parecer ya se le olvidó.
Cuando en la Corte parecía haber alcanzado el cénit de su carrera, la entonces ministra Sánchez Cordero tuvo en 2005 en su escritorio una propuesta de sentencia que echaba por tierra la intentona del gobierno de Fox para desaforar al entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, como lo pretendían el entonces presidente Vicente Fox y su secretario de Gobernación, Santiago Creel. Votó por otras resoluciones a favor de los derechos de las mujeres, sobre el aborto y para la libertad de Florence Cassez.
Nadie prestó atención entonces a las aparentes contradicciones de la respetada ministra; su pertenencia a un acaudalado despacho de notarios, las versiones de negociaciones inconfesables con su colega Arturo Zaldívar, hoy presidente de la Corte, en el citado caso Cassez (que el escritor Jorge Volpi revela en su libro Una novela criminal). Tampoco le hizo mella la historia reciente de su penthouse en Houston, o el manejo de su doble sueldo.
Pero esa madrugada en Mexicali, hablando (sin saberlo) durante una reunión que era transmitida en vivo por redes sociales, desnudó un doble lenguaje que marcará a la administración López Obrador. Y exhibirá a Sánchez Cordero como una heroína de barro. Surge la pregunta: ¿Cómo perdimos a esa guerrera…, o ella en verdad nunca existió?
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