Anochecía afuera de su modesto departamento de la colonia Roma —decorado con añoranzas por Monterrey— cuando Rosario Ibarra, con los ojos iluminados, hizo salir de una habitación a un hombre de mediana edad y gesto taciturno, quien se identificó ante el reportero con el mismo nombre incluido en un reporte gubernamental que describía con la misma frase cientos de casos denunciados como víctimas de desaparición forzada a manos de comandos militares, paramilitares o policiacos:

“El señor…, miembro del grupo subversivo denominado…, participó en un enfrentamiento contra fuerzas del orden, en el que murió; sus compañeros huyeron llevándose el cadáver…”.

Ibarra de la Garza —siempre le incomodó que se le añadiera el “de Piedra”, por su esposo— argumentó aquella vez que si ese “desaparecido” había salido de la clandestinidad para acogerse a la amnistía de 1978 dictada por José López Portillo, muchos más podrían salir de las sombras o ser rescatados de mazmorras gubernamentales.

Y ¿por qué no? quizá entre ellos su hijo, Jesús Piedra Ibarra, que a los 25 años había entrado al clandestinaje en 1971; dos años después le dijeron a su madre que estaba detenido en el Campo Militar Número 1, como supuesto integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, pero su destino se esfumó en la penumbra de un aparato represor conducido desde los más altos niveles del Estado en una historia de terror que 50 años después no se nos acaba de revelar.

En el gobierno López Obrador hay un nuevo y discreto intento, el segundo en dos décadas, conducido por Alejandro Encinas con el eje de que estos crímenes desde el poder se extendieron al menos hasta 1988, con el asesinato de activistas en la campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas.

Poco o nada existiría del reclamo por los desaparecidos a causa de la violencia política y de la brutalidad de las mafias, sin el impulso de Rosario Ibarra, recién fallecida en medio de la desmemoria de casi todos, apenas matizada por el propio López Obrador, que en 2018 puso su nombre en la boleta con la que votó, a lo que se sumó que el Senado la otorgara la medalla “Belisario Domínguez” en 2019.

Actos del todo insuficientes para quien dedicó décadas al solo reclamo de una verdad que nos hace falta a todos si nadie desea que esa pesadilla se repita. La mujer que cuando se le preguntaba cómo soportaba lucha y duelo, respondía: “Lloro cuando me baño, para que mi familia no me vea”.

Rosario Ibarra no fue, como se pretende, la ama de casa clasemediera regiomontana arrancada de su hogar por los “extravíos revolucionarios” de su hijo. Sí, la nieta de una abuela anarquista, la hija de un exmilitar revolucionario, la esposa de Jesús Piedra Rosales, médico, ateo y militante del Partido Comunista Mexicano. Suegra de Germán Segovia, que en 1972 secuestró un avión para desviarlo hacia La Habana. La “madre coraje” de un país roto.

Fue la misma Rosario Ibarra que protagonizó cientos de marchas, plantones, huelgas de hambre, dos candidaturas presidenciales —la primera mujer en ser postulada—, y que insistió en su reclamo ante todo tipo de personajes.

“Usted sabe, dígalo”, le espetó al entonces expresidente José López Portillo durante una comida de colaboradores editoriales en las instalaciones de EL UNIVERSAL.

Lo mismo hizo con Fernando Gutiérrez Barrios, tan conocedor de esta tragedia nacional. El mismo que alguna vez declaró: “Todo eso (la guerra sucia) fue producto de una decisión de Estado. Para revelarse lo que ahí ocurrió, se precisa de una decisión del mismo tipo”.


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