En una de esas paradojas que imponen con frecuencia la historia y la política, el Senado será arrinconado esta semana para extender, al menos hasta 2028, el control militar sobre la seguridad pública en el país. Ello ocurrirá justo cuando los nombres de jefes de la milicia —varios generales entre ellos— desbordan el expediente que reporta su presunta complicidad con el crimen organizado en la masacre contra estudiantes en Iguala, Guerrero, que el lunes 26 cumplirá su octavo aniversario.
Solo un monumental acto de disimulo evitará la irónica coincidencia de dos eventos. Por un lado, las fanfarrias por el advenimiento de un marco constitucional que ampare el despliegue de las fuerzas armadas en las calles del país —reclamado sin éxito por éstas durante los últimos 20 años. Por el otro, las crudas evidencias de lo que puede ocurrir cuando los militares ejercen la supremacía en materia de seguridad y, por eso mismo, sufren el desgaste que ello implica.
Desnudar el rol de militares en la tragedia de los estudiantes de la normal de Ayotzinapa, la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, cobra un carácter explosivo, precisamente por el creciente peso político de aquéllos. Tanto, que la administración Peña Nieto eludió durante cuatro años ir al fondo del caso, mientras que la indagatoria del gobierno López Obrador, c onducida por Alejandro Encinas, ha decidido al parecer acercar el bisturí solo por las orillas, para evitar que el exceso del pus nos ahogue a todos.
Una revisión inicial de expedientes de la justicia estatal y federal de esta historia pone a la vista que por cada militar presuntamente implicado, hay jefes suyos con comportamientos irregulares, a los que se ha evitado mencionar. Lo mismo, por cada jefe policiaco y funcionario público, de cualquier nivel. Si se jala de ella, al final de la hebra habrá comandantes de zona y de región, gobernadores o secretarios de estado que tendrían que ser colocados bajo la lupa de la justicia.
Tras imponer pleno sigilo sobre la lista de los militares imputados en la noche de Iguala, se informó que uno de ellos se entregó junto con dos subordinados. Se trata del general de brigada José Rodríguez Pérez, que en la época de los hechos era coronel y estaba a cargo del polémico 27 Batallón de Infantería, en Iguala.
Se ha hablado menos de que Rodríguez Pérez recibía órdenes del comandante de la 35 zona militar, asentada en Chilpancingo, a cargo del general Alejandro Saavedra Hernández, al que se liga también con la masacre de Tlatlaya, Estado de México, en junio de 2014. Saavedra está prófugo y ha sido señalado en declaraciones ministeriales del alcalde de Cocula por haberle impuesto a los jefes de la policía en esa comuna sede del basurero donde al menos parte de los normalistas fueron asesinados e incinerados.
Tras estos hechos, Saavedra tuvo dos ascensos —el primero, después de nueve semanas—, y en septiembre de 2018 habría sido recomendado al entonces presidente electo López Obrador como opción para suceder al general Salvador Cienfuegos al frente de la Defensa Nacional. Saavedra recibía órdenes del comandante de la Novena Región, el general Martín Cordero Luqueño, señalado en expedientes judiciales de actitud omisa en esa noche trágica…
La traumática página de Iguala alienta a expertos a considerar que mientras el poder militar siga creciendo, menos podrá la sociedad debatir sus excesos, ante el complejo entramado que imponen el crimen organizado, el estado de derecho, los derechos humanos y la democracia misma. Ese es hoy el tema en manos del Senado.
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