Entre el estallamiento de la pandemia en México y la convocatoria a una eventual consulta para enjuiciar a expresidentes, el gobierno López Obrador ha recorrido seis meses que bajo cualquier régimen tradicional supondrían una pesadilla social y económica, con riesgos de estallidos sociales. Pero el Presidente asegura ver otra realidad, y ha convencido de ella a medio país.

Cuando ya está entre nosotros la peor crisis sanitaria y económica en 90 años, como no la ha presenciado virtualmente ningún mexicano vivo, López Obrador sostiene un nivel de aprobación (ligeramente encima del 50%) casi insólito aun para países con los básicos democráticos. El fenómeno parece ser producto de la indudable intuición popular del mandatario, así como de una amplia apuesta de los sectores más vulnerables, que forman lo que podría llamarse la nación de los esperanzados, dicho sea con respeto y sin ánimo peyorativo alguno.

A este México que vive en los territorios de la esperanza (en realidad, ha debido hacerlo por décadas) no le interesan episodios como el circo montado en San Lázaro por un grupo de diputados mercenarios, de trayectoria podrida hasta el hueso, aceptados por Morena y sus aliados para conservar la presidencia de la Cámara, una posición casi honoraria —o que lo había sido hasta ahora.

En las comarcas de los esperanzados no sólo se acepta, se aplaude con ánimo de venganza ciega la idea de llevar a los expresidentes a la cárcel. Ahí creerán que fue culpa de los poderosos de antaño el que la consulta anunciada se frustre por no tener bases constitucionales, o que los presuntos delitos de los expresidentes, nuestros villanos favoritos, hayan prescrito. Rechazarán que todo haya sido urdido desde Palacio Nacional para mantener encendida la llama de la indignación, que siempre es un buen ingrediente en días de elecciones.

La “ola de esperanza” está cada vez más contenida geográficamente en el sur y sureste del país, pero se desplaza con firmeza hacia estados céntricos con alta población marginada; crea islotes en la capital del país, Puebla y Tlaxcala; se repliega en el Bajío y el noreste (la nación de las clases medias, escépticas ante los cambios abruptos), pero salpica hacia al noroeste (históricamente inclinado a experimentar).

El México de los esperanzados porta en su cultura la simbiosis entre la miseria y la muerte. Sus pobladores ya eran diezmados, masivamente, a causa de padecimientos que en otras regiones dejaron de ser preocupantes desde el siglo pasado. Son ellos los que ven morir todos los días a sus hermanos por Covid-19 (si es que reciben un diagnóstico), pero deciden creer que la pandemia ya está cediendo; admiran a un mentiroso compulsivo llamado Hugo López-Gatell, y suponen que el Seguro Popular sólo cambió de nombre por el de Insabi.

La nación de la esperanza, que sigue a un universo de distancia del país de la economía moderna (la que exporta, genera empleo y bienestar) sabe poco de los ciclos de la crisis, porque nunca han dejado de estar en ella. Forman parte del eufemismo llamado “economía informal”, lo que quiere decir vivir al día, arrancarle el dinero a la calle, al de al lado, a veces desde la criminalidad, para llevar alimentos a casa.

¿Cuántos de los mexicanos que viven y comen de la esperanza son reflejados auténticamente en las encuestas? ¿Cómo votará esa ola cuando sea convocada a defender su frágil asidero en la búsqueda de un mejor futuro, así sea mediante programas sociales? ¿Ganar así, vendiendo una esperanza que sabe etérea, no será una forma de derrota moral, una lacra en la historia?

Google News

TEMAS RELACIONADOS