Existen versiones contradictorias sobre si el gobierno López Obrador conoció el inminente arresto de Salvador Cienfuegos , exsecretario de la Defensa. Pero no hay duda de que este hecho sin precedente desnuda ya ante el mundo la sociedad secreta, hermética a todo control democrático, que han sido por décadas las fuerzas armadas mexicanas.
Cuando se conoció la detención de Cienfuegos Zepeda, el jueves 15, voceros oficiosos difundieron que funcionarios de la administración e incluso jerarcas militares supieron de la cacería sobre el divisionario días o incluso meses antes. En el fondo del enigma radica si Palacio Nacional administra una fractura en el estamento militar (obligado quizá por las resistencias de un bloque de generales), o será correa de transmisión de un Washington dominado por la agenda de seguridad o, peor, por un cálculo electoral.
De toda suerte, al parecer poco podemos esperar respecto a una mayor vigilancia cívica sobre lo que ha sido un paraíso de opacidad, o el arribo de un secretario de la Defensa civil, como ocurre en la mayoría de las naciones.
López Obrador ha compartido a cercanos, desde 2006 que buscó por vez primera la Presidencia, su temor frente a tres poderes reales: los dueños del dinero, Estados Unidos y las fuerzas armadas. De ahí la prudencia con que ha manejado la relación con ellos. Esas obsesiones parecen haber precipitado, en noviembre de 2019, su mensaje en sus redes sociales sobre un “golpe de estado” ante declaraciones del general retirado Carlos Gaytán Ochoa. Esto podría haber sido un juego de niños ante lo que esta crisis puede traer.
Cienfuegos llegó al frente de la Defensa por su cercanía con el entonces presidente Enrique Peña Nieto, pero también como producto de la correlación de fuerzas en el Ejército conservada por décadas, ajustada a una rígida pirámide jerárquica.
El divisionario hoy bajo proceso formó parte de la proverbial ayudantía (crisol de facciones en el Ejército) del exgeneral-secretario Enrique Cervantes Aguirre (1994-2000, con Ernesto Zedillo), forjador de la dinastía de sus sucesores y de los mandos que los acompañaron. Cervantes, a su vez, estuvo en la ayudantía del legendario general Marcelino García Barragán (1964-1970, con Gustavo Díaz Ordaz), cuya gestión marcó la etapa moderna de las fuerzas armadas.
En 2018, siendo presidente electo, Peña Nieto pidió al futuro procurador, Jesús Murillo Karam, y al inminente secretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong, investigar y entrevistar a los finalistas propuestos por el secretario saliente, Guillermo Galván: Luis Arturo Oliver Cen y Cienfuegos. El nuevo titular cargaba antecedentes que habían atraído la curiosidad de la DEA, pero el expediente en manos de los fiscales de Nueva York revela que fue hasta finales de 2015 —en plena orgía de corrupción de ese sexenio— cuando consolidó tratos con las mafias de Sinaloa.
La previsión sobre lo que ocurrirá los próximos meses es aún incierta. Pueden sobrar los dedos de una mano para mencionar a los académicos o los periodistas que se han especializado en el estudio de las fuerzas armadas mexicanas. Uno de esos últimos, Juan Veledíaz, alertó ya, por ejemplo, sobre la fallida descripción de quiénes fueron los incondicionales de Cienfuegos en la Defensa. Listas publicadas han dejado fuera al frustrado “delfín” para su relevo, el general Alejandro Saavedra Hernández, actual director del ISSFAM. O su exsecretario particular, el general Andrés Aguirre O. Sunza, exjefe de la zona militar en Valladolid, Yucatán, que apenas el mes pasado asumió como Subinspector General del Ejército y la Fuerza Armada. Una función destinada a detectar, paradójicamente, casos de corrupción.