A los colegas de EL UNIVERSAL. A la familia Ealy. Por llegar al 103 aniversario a la altura de una historia luminosa.

Autor y actor casi único de uno de los movimientos sociales y políticos más importantes en la era moderna del país, Andrés Manuel López Obrador exhibe el enigma de cómo administrar su relación con las empresas propietarias de los medios de comunicación, pero también con el periodismo.

Quien se dé a la tarea de registrar los pronunciamientos presidenciales en las semanas recientes, encontrará un matiz desde los días en que estigmatizaba a medios, en particular impresos, o a columnistas de diarios. “Periódicos fifís, aliados del conservadurismo”; “articulistas que mienten como respiran…”, han dejado de figurar entre sus expresiones.

Por convicción o pragmatismo, el tabasqueño, político nato, mucho más táctico que estratégico, parece embarcado en un juego de apretar-aflojar sobre los medios, con la apuesta de inducirlos a tomar partido en su favor.

No es difícil rastrear en la biografía de López Obrador un interés casi obsesivo por el rol de los medios. Hace más de 30 años, cuando se postuló fallidamente (1988) para la gubernatura de Tabasco, urgía a los suyos a tener medios aliados. Muy pronto lanzó Corre la voz, una hoja volante tamaño tabloide, impresa por ambas caras. En 1991, ya como dirigente estatal del PRD, indujo la fundación del diario La verdad del Sureste. Como líder moral de la iniciativa, al equipo directivo del nuevo medio lo incitaba a ser “opositores sin medias tintas”.

En sus dichos y sus escritos ha llamado a emular a las viejas plumas periodísticas de la época de Benito Juárez, sin aclarar que tales autores (incluso uno de sus favoritos, Francisco Zarco) fueron siempre implacables con el poder constituido, como el que ahora encarna. Su romanticismo en este campo lo llevó a la elegía en forma de libro sobre Catarino Erasmo Garza, un estrafalario aventurero tamaulipeco que llamó a derrocar a Porfirio Díaz casi dos décadas antes de que lo hiciera Madero.

Desde su campaña, López Obrador anunció un ajuste radical (tan justificado como poco transparente) en el presupuesto que por concepto de publicidad se destina a medios, el cual durante la administración Peña Nieto acumuló 10 mil millones de pesos anualmente, en su gran mayoría entregados a la televisión. Singularmente, su trato con los barones de la pantalla chica ha sido terso. Incluso, Bernardo Gómez, el hombre fuerte de Televisa, y Ricardo Salinas Pliego, presidente de Televisión Azteca, figuraron en el muy reducido grupo que lo acompañó en su casa la noche de las elecciones, para brindar por su triunfo.

La tensión de AMLO con los medios (en especial, los impresos) se produce cuando éstos cursan una larga crisis derivada de su escasa capacidad de cambio frente al desafío digital, caída en ingresos publicitarios, cero crecimiento económico en el país y un ambiente social polarizado, lo que atrae incertidumbre general. Los medios han emprendido recortes masivos de personal, incluso de sus plantillas de periodistas, lo que puede ser un acto reflejo fallido, pues ello lesionará su principal activo: la calidad, nutriente básico de su influencia, su credibilidad y su capacidad de innovación.

Se trata de una historia que apenas se va formando. Es probable que marque el fin de la prensa mexicana como la conocemos. Pero puede marcar el verdadero nacimiento, algo tardío pero desafiante, de una prensa para este siglo.

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