Todavía bajo la emergencia sanitaria (o quizá al amparo de ésta), el gobierno López Obrador ha determinado sepultar partes esenciales de la reforma eléctrica de 2013, quizá la que más rápidos resultados trajo entre las ahora malditas iniciativas impulsadas por la administración Peña Nieto.
El “portazo” a las inversiones privadas, nacionales y extranjeras, en la generación y transmisión de electricidad, en especial la de origen limpio y renovable, consuma el avance paulatino pero firme de una visión ideológica que esgrimen la secretaria de Energía, Rocío Nahle, y el director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, director de la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Ambos operaron así un tema sensible para el Presidente, que lo marca desde antes de 1994, cuando como candidato a gobernador de su natal Tabasco llamó a no pagar los recibos de luz.
La protesta de una veintena de países contra estas medidas, lo que incluye a Estados Unidos, Canadá y el bloque central de la Unión Europea, atraerá una dura resistencia a que López Obrador sepulte inversiones en proceso de maduración que, por lo que toca a corporaciones europeas, se desarrollan en 18 estados del país, con más de 6,400 millones de dólares invertidos, como narra una claridosa carta dirigida a la secretaria Nahle.
Estados Unidos y Canadá, nuestros socios en el T-MEC, han levantado igualmente una protesta, que ayer empezaba a cobrar forma en juzgados mexicanos, tras lo que habría que esperar acciones más contundentes en paneles para dirimir divergencias, fortalecidos precisamente con la revisión del extinto TLC. En los meses posteriores a la reforma peñista, Canadá anunció por sí misma inversiones en el sector por 30 mil millones de dólares.
De acuerdo con versiones allegadas a este espacio, se está creando por esta crisis un nuevo ciclo de tensiones dentro del gabinete presidencial, donde titulares de las áreas financieras, internacionales y políticas prevén un agudo revés en diversos frentes, con una naturaleza mucho más compleja incluso, si se puede, que la suscitada por el manejo que se ha otorgado también a Pemex. Los nuevos escenarios prevén la cerrazón de fuentes internacionales de financiamiento a causa de la inestabilidad y la incertidumbre. Paradójicamente, ese solo hecho puede frustrar, en el mediano plazo, la apuesta gubernamental en materia eléctrica, que requiere una intensiva inyección de capital.
El plan Nahle-Bartlett que ha capturado al respaldo presidencial exhibe el ánimo ideológico de rescatar para el Estado la supremacía sobre la energía eléctrica, tras al menos dos décadas de que se confió el desarrollo del sector a manos privadas. La visión estatista rigió desde la nacionalización del sector por López Mateos, en 1960 (cuando fue creada la CFE) hasta bien avanzados los 90, pues todavía bajo Carlos Salinas se cobijó un pacto con el gremio eléctrico que no acabaría de romperse sino hasta 2009, con Felipe Calderón.
Con todo ello como telón de fondo, debe decirse que en pocos temas como este puede resultar certera la frase de López Obrador de que la emergencia sanitaria por covid-19 le cayó al gobierno como “anillo al dedo”. Porque la restauración nostálgica del Estado patrimonialista, capaz de construir enormes clientelas políticas para fines electorales, puede funcionarle al gobierno, al menos en el corto plazo. Incluso quizá hasta las elecciones del próximo año.
Ello, porque la suma de la paralización económica mundial por la pandemia, más la recesión que ya azotaba al mundo antes, hizo desplomarse el precio de la energía eléctrica en el mercado mundial, hasta alcanzar un precio de 14-15 dólares por kilowatt/hora, cuando hace un año se encontraba en 100 dólares.
Adicionalmente, el gobierno está decidido a fortalecer la generación de energía eléctrica “sucia”, a partir del carbón y el combustóleo (aunque emprenderá con pasos de bebé la remodelación de sus plantas hidroeléctricas). Este último es producido por Pemex, tiene un precio irrisorio y está desbordando los depósitos de esa empresa.
Tal circunstancia, más un posible debilitamiento de las presiones ante la baja expectativa de rentabilidad y de capitalización para los proyectos privados en marcha, pueden otorgar a López Obrador un preciado margen político por administrar. Tras ello, desde luego, vendrá el desastre.