Belice es uno de los países más pequeños y endeudados del planeta, cuya superficie equivale a la del estado de Tabasco, y su población —400 mil habitantes— cabría en la alcaldía capitalina de Tláhuac, la segunda más despoblada de la ciudad. Sin embargo, el pasado día 7, durante la visita del presidente López Obrador, parece haber sido el escenario para orquestar un boicot a la inminente Cumbre de las Américas que organiza el gobierno del estadounidense Joe Biden en Los Ángeles, California.
Fuentes diplomáticas bien informadas aseguraron a este espacio que el primer ministro beliceño, John Briceño, considerado un subordinado de La Habana, expuso al mandatario mexicano la petición de condicionar el respaldo a la Cumbre —programada del 6 al 10 de junio— a cambio de que Washington invite a los tres presidentes más impugnados del continente: el cubano Miguel Diez-Canel, el venezolano Nicolás Maduro y el nicaragüense Daniel Ortega.
Después vino la presencia del político tabasqueño en la propia isla, la insólita revelación en la “mañanera” del reclamo a Biden en el mismo sentido, la bravata de Diez-Canel contra “una cumbre de Estados selectivos” y el amago en idéntica línea del presidente de Bolivia, Luis Arce, a la sombra de su antecesor Evo Morales.
En el marco de las cumbres, lanzadas en 1994 por Estados Unidos, esta crisis es una apuesta por la debilidad interna y global de la administración Biden, en pleno proceso electoral doméstico y cuando está a la vista la posibilidad de que Donald Trump regrese al poder en las presidenciales de 2024. Se trata, en particular, del disparo de mayor distancia de López Obrador en cuanto a la relación binacional. Parece perseguir eventuales réditos para su gobierno, pero también asume que quien lo suceda en el cargo seguirá la ruta marcada.
El canciller Marcelo Ebrard está a cargo de esta aparente ruptura de líneas rojas con Washington, con el cálculo de que los múltiples vasos comunicantes a ambos lados de la frontera mantendrán funcionando la estrecha urdimbre de intereses comunes, aun y cuando el frente político esté dominado por la política interna y una buena dosis de demagogia. Un ejemplo de ello es que, si el país anfitrión decidiera —como se lo permite la normatividad— invitar a Díaz-Canel, Maduro y Daniel Ortega, al menos los dos últimos no acudirían pues correrían el riesgo de ser encarcelados ante acusaciones penales en cortes norteamericanas por corrupción y complicidad con el crimen organizado.
En un mensaje en redes sociales, Ebrard aplaudió el gesto del gobierno Obama de haber apoyado en la cumbre de 2015, en Panamá, la presencia de los países del llamado bloque Alba (Alianza Bolivariana): Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y Honduras. En esa ocasión estaba fresca la reanudación de relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, que aún conservan sus respectivas embajadas. Pero en la cita de abril de 2018, Venezuela fue excluida por parte de la nación organizadora de la cumbre, Perú. La decisión fue respetada por el llamado Grupo de Lima, al que pertenecía México.
La reunión de Perú marcó el mayor declive en las nueve cumbres celebradas, ante la repentina cancelación de la presencia de Donald Trump, que envió en su lugar al vicepresidente Mike Pence, la figura republicana que en enero de 2021 despreció sus órdenes de sabotear la certificación en el Congreso del triunfo electoral de Biden.
Una cumbre desangelada en Los Ángeles sería una afrenta que Biden acumulará. Y tendrá más de dos años para cobrársela.
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