A contracorriente de los tiempos y eventos que nos abruman, en medio del frenesí consumista de la época y sin negar la crudeza de los hechos que nos agotan (cotidianos o extraordinarios, cercanos o distantes), el fin de año y el inicio de otro nuevo, es un cierre-apertura de ciclo individual y colectivo que, más allá de credos religiosos, nos invita a renovar la expectativa de un mejor futuro. Nos convoca a renovar la esperanza de otros tiempos, experiencias, logros, relaciones. La esperanza, lo sabemos bien, es esa emoción, personal y compartida que aviva el ánimo y mueve a la acción; a pesar de todo.
Como experiencia humana y base de comportamientos de personas y grupos, la esperanza ha sido objeto de estudio en diversas disciplinas, especialmente en décadas recientes. Vinculado en parte con el llamado “giro emocional” en las ciencias sociales, el creciente interés en comprender mejor la esperanza como emoción y comportamiento también ha recibido atención de la psicología positiva, los estudios medio ambientales, la antropología y la investigación organizacional.
El avivado interés en la esperanza se origina en parte derivado de los hallazgos de su ausencia. En una investigación del 2015, ampliada en 2020, Ann Case y Angus Deaton (Nobel de economía en el 2015) identificaron un patrón alarmante de mortalidad entre la población de Estados Unidos (particularmente blanca de edad media) que llamaron las “muertes por desesperanza”: el aumento en el número de muertes por suicido, sobre dosis por drogas y enfermedades del hígado asociadas al alcoholismo. La investigación también señala que este tipo de muertes está vinculado además con menores niveles de salud física auto-reportada, salud mental deteriorada e incapacidad para realizar actividades cotidianas, mayor dolor crónico y dificultades para trabajar. Se trata de una epidemia de desesperanza a la que otros países no están del todo ajenos y que no solo afecta a las capas sociales afluentes sino también (aunque de diferente manera) a los estratos sociales marginados.
Tal como lo muestran los problemas de salud mental que afectan a millones de personas en el mundo, la esperanza resulta vital para la sobrevivencia humana. La esperanza es mucho más que una emoción secundaria, un componente más del “echaleganismo”. Por eso mismo es importante distinguirla de una visión plana o pasiva del optimismo.
De hecho, optimismo y esperanza son conceptos y experiencias similares, pero no equiparables. El optimismo supone una expectativa general de que las cosas saldrán bien en el futuro. Ser optimista es tener una actitud positiva sobre la vida en su conjunto, sin tener necesariamente objetivos o planes específicos. En tanto, la esperanza es creer que es posible un futuro mejor a pesar de las circunstancias presentes. Sobre todo y aquí radica una distinción central del optimismo, la esperanza implica definir objetivos, actuar y perseverar incluso ante la adversidad. Es decir, la esperanza tiene un componente de acción orientada al futuro y por tanto va más allá de la mera expectativa de que “las cosas saldrán bien”, base del optimismo; incluye un sentido de agencia y una búsqueda activa por alcanzar los resultados que la expectativa positiva plantea.
Por su vínculo con la capacidad de las personas para actuar e influir sobre el presente y el futuro, la esperanza puede existir (más que el optimismo) a pesar de que se enfrenten circunstancias difíciles. En buena medida, la esperanza es un elemento central de lo que llamamos resiliencia: la capacidad para enfrentar un desafío, adaptarse y superarlo. Mantener la esperanza en un futuro mejor y actuar sobre esa base permite a quienes así lo hacen adaptarse mejor a la adversidad, tienen menos probabilidades de desarrollar trastornos mentales y presentan comportamientos más saludables y relacionados con una mayor satisfacción con la vida.
Sin embargo, tanto la esperanza como el optimismo contribuyen a una mayor resiliencia frente a eventos traumáticos, y están asociados con una mejor salud física, baja morbilidad, mayor esperanza de vida, e incluso mejores relaciones sociales (dado el esfuerzo comparativamente mayor que las personas optimistas le dedican a que sus relaciones sean mejores).
Considerando los beneficios que trae consigo, resulta esencial comprender mejor cómo surge y se mantiene la esperanza (y el optimismo). Entender los mecanismos que la favorecen a nivel personal y social puede contribuir a desarrollar intervenciones que promuevan la salud mental y el bienestar en la población. Uno de los primeros pasos para promover este tipo de intervenciones es incorporar métricas sobre la esperanza y el optimismo, tal como lo sugirió un estudio reciente de la OCDE sobre las nuevas fronteras en la medición del bienestar subjetivo en el mundo.
A nivel individual, hay técnicas específicas que pueden ayudar a cultivar la esperanza, aún en tiempos difíciles. Algunas de ellas incluyen: aceptar la complejidad de nuestras emociones (positivas y negativas); enfocarse en actividades y metas que doten de significado y sentido de propósito a la vida cotidiana; practicar la gratitud como un hábito; fomentar la resiliencia (tanto como sea posible); construir relaciones sociales significativas y priorizar el autocuidado (nutrición, actividad física, gestión del estrés).
Más allá del ámbito individual, desde la perspectiva social, hay evidencia de que invertir en educación de calidad, promover oportunidades económicas, ofrecer servicios de salud (física y mental) de calidad, garantizar la seguridad social, promover sistemas de desarrollo comunitario, reducir las desigualdades y la discriminación, e impulsar la participación cívica activa y significativa en los procesos de toma de decisiones, son todas acciones que favorecen la esperanza a nivel colectivo. En suma, hay mucho que se puede hacer desde el Estado, desde las políticas, y también desde el sector privado y social para cultivar la esperanza en el ámbito social.
En México vivimos tiempos muy complejos. La lista de los problemas que amenazan nuestro futuro colectivo es voluminosa. Si a ellos agregamos los desafíos que tenemos mundialmente, el reto puede ser abrumador. Aunque en cierto sentido, siempre ha sido así. Tanto como la perenne sensación de cambio, la percepción de estar viviendo problemas insuperables suele ser frecuente. Es parte de la naturaleza humana priorizar la atención a las amenazas, especialmente aquellas que se perciben como más inmediatas y evidentes.
Pero estamos cerrando un año, abriendo un nuevo ciclo, y a pesar del cúmulo de retos que tenemos en adelante, tener esperanza no significa abandonarse a un optimismo pasivo, o a la expectativa cómoda, infantil privilegio, de que las cosas se resolverán, de una u otra forma. Tener esperanza es saber que el futuro será favorable solo si así nos lo proponemos, individual y colectivamente; si planteamos objetivos claros, ambiciosos pero realistas; si actuamos sobre la base de ellos, y si es necesario, nos adaptamos, sin ceder, ante las dificultades que se presenten.
Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM