Parece una obviedad, casi un absurdo, pensar que es posible hablar sobre la felicidad y el bienestar en el contexto de un conflicto armado. La muerte, la vulnerabilidad, la incertidumbre, la destrucción son todas parte del escenario que se vive en un suceso bélico. ¿Cómo podría alguien preocuparse por algo tan aparentemente superficial, abstracto, como el bienestar individual o la felicidad pública, cuando la principal exigencia en un entorno de violencia extrema es la sobrevivencia inmediata?

Toda persona y sociedad que incursiona por la ruta de la violencia armada (sea terrorismo, guerra al crimen organizado o conflicto bélico entre facciones internas de un país o entre estados), abandona las condiciones necesarias que hacen de la felicidad un objetivo asequible. Y aunque los seres humanos son capaces de adaptarse, para sobrevivir, a las circunstancias más extremas, incluso a los conflictos armados de larga duración, las condiciones de posibilidad de la felicidad, de suyo esquivas, se antojan casi inalcanzables.

No obstante, incluso en estos contextos extremos hay preguntas que siguen siendo válidas: ¿De qué formas específicas afecta la guerra a la felicidad de las personas?, ¿cómo calcular el impacto negativo de las guerras en el bienestar y la felicidad de civiles y fuerzas armadas involucradas?, ¿hay alguien que pueda obtener satisfacción de un conflicto bélico?

Tratar de entender cómo puede afectar la guerra al bienestar de las personas y las sociedades, en términos de su bienestar subjetivo, de su felicidad individual y colectiva, puede ofrecer, sin embargo, algunas pistas sobre lo que significan tanto la guerra como la propia felicidad.

Lo primero y más evidente es que la guerra, cualquier conflicto armado, reduce dramáticamente el bienestar y felicidad de las personas y comunidades involucradas. El sentido común y la sobre el tema, relativamente escasa, dan cuenta de ello. Un hecho en el año 2000, sobre guerras civiles en 44 países, encontró que, como era de esperarse, los conflictos militares reducen de manera significativa la felicidad de la población. Además, los efectos directos de la guerra, que se manifiestan en sufrimiento, miedo y agonía, son mayores que sus efectos indirectos, como la reducción en ingresos o la destrucción patrimonial.

En Francia e Irlanda hay de que la actividad terrorista en aquellos países ha llegado a reducir sensiblemente la satisfacción vital de la población, no solo, y esto es importante, entre las víctimas del terrorismo, sino en el agregado social. En el caso específico de Irlanda del Norte, se encontró que el efecto negativo de una víctima

adicional del terrorismo en el bienestar subjetivo era equivalente a aproximadamente 0.6% de los ingresos. similares se han encontrado para países como Israel, Burundi y Liberia.

El daño físico y material de las guerras es siempre el más visible; el psicológico, menos evidente, puede ser, sin embargo, más profundo y duradero. Así lo sobre los costos psicológicos de los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos. El "miedo" constante a un ataque terrorista, aunque incierto y menos probable que otros eventos violentos, afecta notablemente la estabilidad emocional, debido, entre otros motivos, al profundo dolor que pueden generar.

La violencia, el dolor y la muerte que impone un conflicto armado es mayor incluso que la que puede ejercer un desastre por algún fenómeno natural. Usando la disposición de las personas a pagar para reducir el riesgo de ocurrencia de un evento violento (un mecanismo monetario imperfecto, pero ilustrativo para fines comparativos), un llegó a la conclusión de que la reducción de los fallecimientos por terrorismo tiene un valor de casi el doble a reducir las muertes por un desastre vinculado a un evento natural.

La violencia y las guerras, incluso si solo ocurren dentro de las fronteras de un solo país, tienen más allá de esos linderos político-administrativos: como secuela trasatlántica de los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos, la población del Reino Unido experimentó niveles de angustia mental comparables con un tercio de los efectos negativos de caer en la viudez y una quinta parte de las afectaciones psicológicas de quedar desempleado.

Las guerras tienen efectos directos en la infelicidad de las personas, pero también indirectos: alteran las prioridades de los Estados, que reubican recursos para el conflicto armado, desatendiendo áreas como la educación, la salud u otros servicios públicos básicos, y también suelen erosionar los componentes esenciales de un orden democrático (el ejercicio de las libertades o el voto), circunstancias, todas ellas, que inciden negativamente en la felicidad individual y colectiva.

Por otro lado, también hay que considerar que los conflictos bélicos pueden contribuir al sentido de pertenencia colectiva y logros compartidos de las naciones y comunidades involucradas. Quizá todas las culturas tienen narrativas que “ennoblecen” al combatiente que lucha y con frecuencia entrega su vida para defender a su gente, dando así ejemplo a las generaciones futuras. Las guerras, vistas desde la confortable distancia histórica, son fuente de uno de los aspectos que más contribuye al bienestar y felicidad de personas y sociedades: un propósito común, un aglutinante social y una vinculación con el grupo, que trasciende la inmediatez de lo cotidiano y fugaz.

Así como las guerras producen infelicidad, la insatisfacción profunda de las personas con su vida también puede ser causa del inicio de episodios bélicos o eventos violentos. Es decir, la infelicidad colectiva puede ser tanto consecuencia como causa de un conflicto armado. Visto desde esta perspectiva, buena parte de las revoluciones y movimientos sociales surgen de periodos extendidos de infelicidad de amplios sectores de la población. El caso de los países del Norte de África, previo a la Primavera Árabe, es un documentado de ello.

El mundo no ha vivido una guerra extendida desde hace más de 70 años, pero eso no significa que no vivamos tiempos violentos. La Academia Ginebra más de 110 conflictos armados en todo el mundo en la actualidad. La episodio más reciente, brutal y barbárico, de la guerra entre Gaza e Israel es solo uno de los más recientes conflictos armados que ocurren en el mundo, quizá uno de los más delicados por sus consecuencias humanitarias y sus implicaciones geopolíticas y económicas.

Indagar sobre el vínculo entre guerra y felicidad, lejos de ser un ejercicio vano, nos recuerda que ninguna de las dos experiencias le son ajenas al ser humano, por más terribles o sublimes que puedan ser; son parte de quienes somos. Por lo mismo, más allá de la destrucción material que un conflicto armado acarrea, su marca más duradera es siempre la que deja en la infelicidad de personas y pueblos.


Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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