Hay que llenarlo. Y si se puede, desbordarlo. Que sea un gran grito colectivo. Pacífico, pero ruidoso y contundente. Que le exija ahí, en su cara al habitante del Palacio Nacional que los mexicanos rechazamos su dictadura, su autoritarismo y su menosprecio a las instituciones.
“Mi voto no se toca” no es una convocatoria partidista o de un solo sector de nuestra abigarrada, compleja y diversa sociedad. Es, en todo caso, la continuación de aquel histórico “El INE no se toca” del 13 de noviembre anterior, cuya marcha fue la mayor muestra de repudio a un gobierno que pregona: “El Estodo soy yo”.
Por eso el presidente López Obrador miente flagrantemente cuando asegura que la lucha por la democracia es una “pantalla” de los organizadores que lo único que defienden es la corrupción. ¿De dónde saca una expresión tan burda? Como cuando en plena pandemia dijo que todos los médicos eran abusivos y explotadores. O que los padres de los niños con cáncer eran parte de un complot para desestabilizar su gobierno. O cuando canceló Texcoco porque estaba plagado de corruptos, aunque hasta ahora no haya presentado una sola denuncia en contra de nadie. Ahora el presidente vuelve a dividir al país, al arremeter contra un movimiento ciudadano que incluirá, además de la plaza mayor, medio centenar de ciudades, calificándolas como “una manifestación del bloque conservador en contra de nosotros”. Y luego, la cantaleta de siempre: si protestan es porque no están de acuerdo con la transformación que llevamos a cabo en el gobierno y quieren que siga la corrupción. Lo dice un hombre que vive en un Palacio y cuyos hijos y parientes más cercanos han sido exhibidos con corruptelas y lujos extraordinarios durante su gobierno. Que, por cierto, él quiere prolongar al menos seis años desde casa de “La Chingada” o a través de alguna corcholata convertida en el muñeco del ventrílocuo que siempre será él.
A ver: que no quede la menor duda; después de la primera y fallida intentona de apoderarse del INE, López Obrador y su 4T, inventaron su fatídico “Plan B” para resquebrajar presupuestal y estructuralmente al Instituto Nacional Electoral y debilitarlo al grado de la docilidad y control absoluto. Seamos claros: AMLO quiere el estadio, la cancha, el balón y sobre todo el árbitro para el 2024. En pocas palabras, el secuestro de la democracia con la complicidad de su mayoría morenista en el Congreso.
Por eso, será fundamental el papel de la Suprema Corte de Justicia de la Nación como la última instancia que deberá juzgar este atropello contra nuestra Constitución. No es un tema solo legal. Se trata, sin exageración alguna, de mantener la democracia cuya construcción nos ha costado décadas y más aún, la estabilidad política y social del país que estarían en grave riesgo si no nos damos elecciones pacíficas y confiables en este 2023 en el Estado de México y Coahuila, pero sobre todo en las múltiples del 2024, destacando desde luego la presidencial.
Alienta, por supuesto, que la Corte Suprema esté encabezada por la ministra Norma Piña, con una sólida trayectoria judicial y, hasta ahora con los arrestos suficientes para el apego irrestricto a nuestras leyes. De cualquier manera, habrá que decirle a ella y a todos los ministros con un gran coro colectivo: “Mi voto no se toca”. Así que ¡Todos al Zócalo!