Lo dicho por el padre Solalinde no es una anécdota aislada, disparatada y graciosa. Es el síntoma de la construcción de un liderazgo mesiánico, ratificado y santificado.
“Veo en Andrés Manuel rasgos muy importantes de santidad”, pontificó el antiguo defensor de los migrantes, quien no dudó en comparar a López Obrador con el mismísimo Dios: “Está siguiendo las enseñanzas de Jesús, por su objetivo de ayudar a los pobres, como Jesucristo lo hizo en su época; la santidad política existe”, añadió Alejandro Solalinde, para arremeter contra los críticos del régimen: “Qué lástima que no lo valoren”. Ya encarrerado, el padrecito remató con que, gracias al presidente, “en México se vive un fortalecimiento de la base popular… que nos vamos encaminando hacia la democracia… y en el aspecto económico se está pasando de un esquema de privatizaciones y acaparamiento de la riqueza, a una mayor redistribución y autosuficiencia”. O sea, El Edén, que dirían en Tabasco.
Lo cierto es que la irradiación de estos rasgos divinos ya había sido advertida antes por otros personajes, como cuando el ínclito Porfirio Muñoz Ledo expresó en 2018, apenas iniciado el actual gobierno, el 1º de diciembre durante aquella toma de protesta: “Desde la más intensa cercanía, confirmé que Andrés Manuel ha tenido una transfiguración: se mostró con una convicción profunda, más allá del poder y la gloria. Se reveló como un personaje místico, un cruzado, un iluminado. Es un auténtico hijo de Dios y un servidor de la Patria. Sigámoslo y cuidémoslo todos”.
Y cómo olvidar lo que respondió el fatídico López-Gatell cuando le preguntaron si el presidente podría contagiar o contagiarse por no usar el cubrebocas: “La fuerza del presidente es moral, no es una fuerza de contagio en términos de una persona, un individuo que pudiera contagiar a otros”. Solo le faltó decir que AMLO no es ciertamente una persona, sino un ser divino llegado a la tierra por un mandato supremo.
La pregunta inquietante es si Andrés Manuel López Obrador se siente o está absolutamente seguro de ser un iluminado infalible e incuestionable, que cada mañana al verse al espejo se diga a sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Todo indica que sí: el endurecimiento de su discurso contra lo que signifique conocimiento y disenso, y sobre todo crítica; las mismas respuestas contra neoliberales y conservadores; la presunción de que siempre tiene otros datos que le dan la razón; la actitud sardónica y vengativa hacia quienes osan cuestionar sus actos de gobierno, a quienes señala con dedo de fuego inquisitorial desde el púlpito del inaccesible templo del Palacio Nacional, del que ya han sido expulsado los infieles.
Yo no sé si, empleando sus términos, haya un complot para la construcción de un Dios en la tierra. De lo que sí estoy seguro es que a ese liderazgo divino le falta una condición humana, también atribuible a los santos: compasión. Por ejemplo, hacia los niños con cáncer y sus padres; hacia las miles de mujeres agredidas y muertas cada día; hacia los deudos de la Línea 12; hacia los millones de nuevos pobres y desempleados en el desamparo.
En cambio, le urge la ratificación de su mandato. No solo para seguir gobernando, sino para hacerlo como hasta ahora. Ya lo dijo su acólito Solalinde: la santidad política existe.
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