Morena se ha venido retacando de izquierdistas desvelados, priístas resentidos, perredistas chapulines, panistas conversos, petistas zombies, oportunistas verdes, intelectuales de buró, sindicalistas de closet, dirigentes campesinos del asfalto, megamillonarios desempleados, prófugos de la justicia, delincuentes electorales, académicos autobiografiados, profesionales del halago, muertos revividos e incluso luchadores sociales y políticos estimables.
Y es que Andrés Manuel López Obrador no necesitaba de un partido político, ni tenía tiempo de formarlo, luego de la prisa que le impusieron los intentos fallidos del 2006 y 2012. Por ello en su convocatoria cupieron todos, no por un llamado ideológico y menos aún por cierto proyecto de país. Se trató simplemente de una convocatoria electorera a la que acudieron como moscas a la miel en busca de diputaciones, senadurías, gubernaturas o cargos de gobierno, lo que se pudiera. Todo encarnado no en un ideario, sino en el decálogo inflexible de un líder carismático que recorrió hasta tres veces el país para convertirse en una leyenda viva de la política global contemporánea. Y una suerte de infalible Dios en la tierra para sus rabiosos seguidores: por convicción o por conveniencia. Una especie de religión terrenal que al ganar la presidencia se convirtió en una desquiciada Torre de Babel, en la que todos han luchado sin regla alguna por la luz de su mirada, por su mano en el hombro y, si se puede, claro, por las palabras mayores de un cargo “lo que sea su voluntad”.
Solo este caldo de cultivo explica el vergonzante germen de Morena en su doble cara: al interior, incapaz de renovar su dirigencia mediante un proceso democrático, pero sí con habilidades heredadas del PRI y el PRD y multiplicadas potencialmente con las peores trapacerías propias: hacia afuera, como una gigantesca bolsa de trabajo ocupada de sus ambiciosas disputas internas y totalmente desconectada de temas fundamentales como el Aeropuerto de Texcoco, las estancias infantiles, el crecimiento cero, el derrumbe del empleo, las insensateces de Santa Lucía, Dos Bocas o el Tren Maya. Nada de eso les importa, ellos están en lo suyo: las tarascadas al pastel o al menos las migajas.
Son quienes día a día denigran la Cuarta Transformación. Los heraldos negros del nuevo gobierno. Los perversos propagandistas de la imagen de López Obrador. Quien, por cierto, ya debería identificarlos como sus peores enemigos. Porque además están cometiendo los mismos excesos de gobiernos anteriores en el ejercicio del poder: ya se supo que el propio AMLO regañó fuertemente a su gabinete, por los “goles” que le han metido con el nombramiento de servidores públicos de medio y hasta alto nivel con perfiles más que polémicos, sin preparación, con pasados oscuros o cuentas pendientes.
Ya los ejemplos de ineptos, parientes, novias y novios en cargos jugosos son abundantes. Y lo han hecho sin pudor alguno. El abuso como algo natural y consustancial a una suerte de absurda revancha social: ¡ahora mandamos nosotros!”.
Nota: He de confesar que todo el texto anterior lo escribí a fines de 2019. ¡Hace casi tres años! Pero creo sinceramente que podría haberlo escrito hace tres días a propósito de las elecciones de Consejeros de Morena para renovar su dirigencia de cara a los procesos electorales del 23 y el 24. El gatopardismo total: todo cambia, para que todo siga igual.