Creo firmemente que tiene todos los merecimientos para despedirlo en nuestro máximo recinto artístico. Esté o no presente su frágil y castigado cuerpo.
José José reinventó el romanticismo en México. ¿Qué cantaba? Yo no lo sé exactamente. Boleros no. Al menos no aquellos al estilo de tríos memorables como Los Panchos y Los Tres Ases o solistas inolvidables como Lucho Gatica. Tampoco cantó las baladas que por centenares adoptaron una veintena de sus contemporáneos.
José José cantó sus canciones. Suyas y de nadie más. Porque al momento de interpretarlas las reinventaba frase a frase, con tonalidades y giros inesperados de su voz irrepetible; mezcla del cantor de barrio de su natal Clavería con el bajista consumado, dominador de tonos y compases.
Eso en la forma. Porque en el fondo, José Rómulo Sosa Ortiz también fue un revolucionario. Antes que él, no se cantaba sobre ciertas cosas: “Pobre tonto, ingenuo charlatán, que fui paloma por querer ser gavilán”. Tampoco se decían de tal manera ciertas cosas: “Usted me cuenta que nosotros dos fuimos amantes…lamento contrariarla pero yo, no la recuerdo”; “y que sientas con él lo que en su día tú sentías conmigo…pero lo dudo, conmigo te mecías en el aire, volabas en caballo blanco el mundo y aquellas cosas no podrán volver”. Así, cantándole al amor, al desamor y al dolor como en aquellos temas del español Manuel Alejandro, quien alguna vez me corrigió: “no, Ricardo, nosotros no le damos canciones a Pepe; él nos las recibe y nosotros rogamos al cielo que le gusten y las cante, porque además nos da de comer, es un cheque al portador”.
Y así, por cierto, fue muchos años una mina de oro. De la que tantos se sirvieron de manera voraz, como aquella etapa del representante cuñado que lo obligaba a dar hasta ocho conciertos por semana y le cambiaba sus relojes de lujo por otros parecidos y de marcas baratas. Y a pesar de todo, 120 millones de discos y una fortuna tan grande como efímera. Que además lo llevó a extremos e intensidades reflejadas en alguna de sus canciones biográficas: “he rodado de allá para acá; fui de todo y sin medida”. “Durante mucho tiempo no supe controlar mis emociones”, me dijo en entrevista luego de aquel episodio de su internamiento que al fin lo arrancó del demonio de sus adicciones. Es cierto que estuvimos con él, pero también es cierto que fue él quien se salvó a sí mismo. Por su dignidad, por sus hijos y por su público con quien firmó un contrato de idolatría por siempre.
Y todavía habría de librar otras batallas: la pérdida de su madre, sus rupturas sentimentales, las traiciones, los picotazos de los buitres y el deterioro inexorable de su salud. Pero, sobre todo, aquella que yo creo fue su primera muerte: cuando supo que ya no volvería a cantar como antes. Cuando hubo de aceptar que ya no podía pelearle al destino. Y, aun así, seguir con dignidad hasta el final, hasta el último aliento.
Yo fui su hermano. Pero no su biógrafo. Así que me dicen que son más de 300 canciones las que nos hereda a todos. Pero si tuviera que escoger dos, me quedaría con las de Roberto Cantoral y Dino Ramos, con las que mi siempre presente Pepe nos seguirá abriendo la piel y removiéndonos la entraña: “Qué triste fue decirnos adiós, cuando nos adorábamos más…” aunque, “espera, aún la nave del olvido no ha partido”.
P.D. El Presidente, la Sría. de Cultura y la Jefa de Gobierno nos darían una gran alegría, si nos permiten ir a agradecerle a Bellas Artes.
Periodista.
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