Nací en un barrio, Tepito, donde las llamadas palabrotas y hasta el uso gracioso del albur y el calambur, eran parte del lenguaje cotidiano. Pero también ahí aprendí de la nobleza de las palabras: amistad, lealtad, buena fe y de la enorme diferencia con el insulto, la degradación y hasta la náusea en el uso de ciertas frases y términos.
Solo así me explico la polarización que vivimos en un país enfrentado unos contra otros arrojándonos unos a otros los peores descalificativos. Y no es que estos sean nuevos, sobre todo en los quehaceres de la política, lo que ocurre es que nunca han estado tan exacerbados. Y, por desgracia, un primer responsable de ello es el Presidente de la República.
A ver: desde un principio de su mandato, Andrés Manuel López Obrador se refirió a sus opositores como excrementos, en términos tan escatológicos que no repetiré para no manchar estas páginas. Luego, sin prueba alguna, los ha señalado como corruptos y hasta traidores a la patria. Más tarde, lastimó a los médicos llamándolos estafadores y oportunistas. Arremetió también contra los 30 o 40 millones de mexicanos que conformamos la clase media y ya encarrerado hasta contra los “aspiracionistas” de la Colonia del Valle. No se diga de su fobia enfermiza contra los periodistas, a quienes un día sí y otro también nos ha señalado como chayoteros y complotistas para desestabilizar su régimen. El colmo fue su rabia intolerable hacia los padres de niños con cáncer, de quienes dijo que estaban manipulados por su cantaleta de “la mafia en el poder”. Cuando el poder ya es él. Sobre todo, cuando proclama sin decirlo, pero sí con sus actos: El Es-todo soy yo.
Y por supuesto que esta grosera actitud de soberbia ha transformado a todo su gobierno de la llamada —sin decoro alguno— “Cuarta Transformación”. La prueba más reciente son las ocurrencias del funcionario que, en teoría, está a cargo de la gobernanza y conciliación del país: y es que Adán ahora se da el gusto de insultar a gobernadores de oposición llamándolos hipócritas y a más de la mitad de los 120 millones de mexicanos, al asegurar que los del norte son menos inteligentes que los del sur —sobre todo los de su idílico Tabasco— porque estos hacen las cosas con menor esfuerzo. Lo que prueba una vez más que la 4T gobierna solo para sus seguidores y en contra de “quienes no piensan como nosotros”. Pero lo que ya se convirtió en un chiquero —con el debido respeto a esos animalitos— es el Congreso, sobre todo la Cámara de Senadores, para vergüenza de don Belisario si aún nos iluminara. Ya no hay ahí freno para las diatribas: unos y otros y otras se arrojan las peores vulgaridades, se envían señas obscenas, se inventan apodos insultantes, se exhiben miserias y vidas privadas. Y al igual que sus titiriteros, degradan día a día el lenguaje legislativo y político. Y mientras el circo sigue, estamos archivando los grandes problemas del país.
Así que, volvamos ojos y oídos al gran Gabriel Zaid cuando establece al insulto como base del lenguaje populista. Pero nos advierte del riesgo de responder igual, alimentando el ciclo del resentimiento. Para concluir con una frase demoledora: “No permitamos que el presidente y sus aduladores sigan sacando lo peor de nuestra sociedad”.
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