Los recientes alardes fronterizos del presidente López Obrador son claro ejemplo de un concepto de justicia caprichuda y fantoche. Ofrecerle al impresentable Jaime Bonilla, gobernador saliente de Baja California, “el cargo que él quiera” en el gobierno y legalizar medio millón de “autos chocolate” ahí mismo, son señales inquietantes.
Jaime Bonilla quiso imponerse ilegalmente dos años más en su gestión, durante la cual no ha demostrado ser un dechado de virtudes ni de aptitudes, salvo la de ser incondicional zalamero con el presidente. ¿Alguien podría argumentar que es justo que el Sr. Bonilla ocupe el cargo que se le pegue la gana? Yo siempre he creído que uno de los mayores actos de corrupción es asignar o aceptar un nombramiento para el que no se está preparado. Pero, bueno, en el actual gobierno federal abundan los ejemplos: un guía arqueológico como director del Insabi, un agrónomo como mandamás en Pemex, un criador de puercos en la primera etapa de la Cofepris y el montón de guardias personales que han ido a cargos relevantes en las más diversas secretarías. ¿Es justo que el gobierno compense ese apoyo personal con grandes sueldos y desplazando a quienes tienen aptitudes para cumplir en esos puestos de trabajo? ¿Es justo que los ciudadanos paguemos por esa ínfima calidad de gobierno? ¿Por qué hemos de soportar las filias y las fobias presidenciales? Su complacencia con los jefes y sicarios del crimen organizado en su tesis de “abrazos no balazos”, su tolerancia con los miembros de su gabinete acusados de crímenes de Estado y casos gigantescos de corrupción; por qué su generosidad desbordada a los militares y a los marinos; por qué el Tren Maya termina y comienza en Palenque junto a su rancho; por qué la Refinería Dos Bocas, ahí cerquita en Tabasco.
En sentido contrario: por qué el presidente menosprecia al norte del país, ahora a más de la mitad de la Ciudad de México y hasta a los que viven en la Del Valle; de dónde le salió esa virulencia contra la clase media, los médicos, los profesionistas y todos los empresarios desde los más pequeños, hasta los más grandes, con algunas convenencieras excepciones.
¿Con qué gobierna nuestro presidente? ¿Cuál el órgano que priva en su toma de decisiones? ¿El cerebro, el corazón o el hígado?
En los casos de justicia penal, los ejemplos son brutalmente contrastantes. A ver:
—Para Rosario Robles, la 4T pide 21 años de prisión, más los que ya lleva. Estaba en el extranjero y vino a declarar y la metieron a prisión ipso facto por el tema de la estafa maestra, sin que hasta ahora se haya mostrado una prueba contundente en su contra. Pero cometió un “delito gravísimo”: ser la compañera sentimental de Carlos Ahumada, quien filtró aquellos videos de Bejarano que estremecieron las aspiraciones de López Obrador.
—En cambio, Emilio Lozoya, acusado del fraude gigantesco de Odebrecht, jamás ha pisado la cárcel y vive en la opulencia porque “coopera muy bien”.
—En la misma condición de testigos protegidos están chacales como “El Gil” o “Juan”, que participaron en la matanza de los 43 de Ayotzinapa en Iguala, pero que ahora gozan de la protección del gobierno porque también traicionan a sus cómplices y confiesan lo que quiere la Fiscalía a cargo del vengativo Gertz Manero. ¿Justicia, para quién?
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