Durante los últimos veinte años la política del gobierno mexicano ha sido depredadora de la vida humana, no tanto por combatir a los agentes criminales sino por contemporizar y conspirar con ellos.

Por esta razón fue recibida con entusiasmo la promesa de que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador iba a cambiar la política criminal del Estado mexicano.

Pasado el tiempo hay, sin embargo, un asunto principal que permanece intocado: la impunidad con que pueden comportarse los dirigentes de la organización que más muertes debe a los mexicanos.

Sí importa y mucho que la hija de Joaquín Guzmán Loera, Alejandrina Guzmán Salazar, se haya casado, “en una boda extravagante,” el pasado fin de semana en la catedral de Culiacán, Sinaloa (EL UNIVERSAL, 5 febrero 2020)

Sí importa que lo haya hecho con el sobrino de la persona responsable de las finanzas de esa empresa criminal: Edgar Cázares.

Sí importa que la fiesta se haya celebrado en uno de los salones más ostentosos de la ciudad y que celebridades como Julión Álvarez hayan concurrido para amenizar el banquete.

Importa todavía más que Ovidio Guzmán Salazar, el sujeto que dejó en ridículo al gobierno mexicano en octubre del año pasado, haya asistido al evento, ante la indolencia de la autoridad.

La política es una materia que se constituye por sus mensajes. El presidente ha sido enfático al decir que no combatirá violencia con violencia. Esa es la mitad del mensaje, pero la otra mitad, no expresada con palabras si no con hechos, es que los responsables de tanta mortandad continuarán protegidos.

El aviso no tiene dobleces: si estás en la cúspide de la pirámide criminal la Iglesia te acoge, los cantantes famosos te celebran, los funcionarios de la inteligencia del Estado juegan a hacerse los tontos, la fuerza pública se vuelve avestruz, los gobernantes te consienten y el resto del país mira hacia otro lado.

Así va la política criminal en estos días que, a este respecto, en poco se distingue del pasado.

En 2009, cuando Felipe Calderón presuntamente perseguía con ferocidad a los narcotraficantes, se ofició la última boda de Joaquín Guzmán Loera. De aquella gran fiesta en Guanaceví todo mundo se enteró. El obispo de Durango, Héctor González Martínez, reclamó entonces públicamente el cinismo de un gobierno que simulaba perseguir delincuentes.

En 10 años únicamente cambió la geografía de las bodas: en vez de Guanaceví –que está lejos de todo y de todos– Alejandrina Guzmán escogió la capital de Sinaloa para contraer nupcias.

Cuentan los vecinos que, desde temprana hora, los halcones de la empresa criminal trazaron un perímetro para que nadie entrara ni saliera, sin su autorización, del centro de Culiacán.

Durante muchas horas, tanto la catedral como el salón de fiesta fueron custodiados por decenas de pistoleros para que nadie osara poner en riesgo la felicidad de los novios y sus familiares.

Esa tarde el resto de los habitantes de la ciudad optaron por guardarse en sus casas para que los millonarios hijos de Joaquín Guzmán ostentaran a sus anchas el poder, el dinero y la superioridad que poseen.

Esta fiesta fue, sobre todo, un mensaje político: la empresa criminal nos dice a todos cuán intrascendente considera la estrategia del nuevo gobierno.

ZOOM

si no hubiera tantos muertos y desaparecidos, la complicidad con la familia real de Culiacán sería una mera anécdota, pero el tsunami de violencia que el país ha experimentado durante todos estos años lleva a enfurecer cuando los gobernantes priorizan las bodas sobre los funerales.

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