Hay crónicas del coronavirus que no se van a olvidar. Todos los días hay cientos de anécdotas nuevas que relatar y algunas se van haciendo repetitivas.
Con esta singular crisis, por ejemplo, a las personas nos está dando por el striptease emocional.
Debo confesar que primero noté el fenómeno en casa, cuando algunos integrantes de mi familia comenzaron a sufrir la mutación.
No es que hayan cambiado de personalidad, solo se volvieron —¿cómo decirlo?— una versión potenciada, acaso exagerada, de sí mismos.
El obsesivo con el orden nos puso a todos a ordenar el armario; quien tomaba medicamentos para la depresión, ahora los receta al límite de la imposición; el que antes escuchaba poco, ahora no lo hace nada; quien tenía tendencia a hacerse la víctima, por estos días habla de sí mismo como si fuera el único ser amenazado del planeta.
Algo tiene el coronavirus que, mientras avanza, arranca los disfraces sicológicos de nuestra especie.
Traigo en la cabeza aquella formidable comedia inglesa —The Full Monty— que a finales de los noventa del siglo pasado conquistó varios premios. En la trama, un grupo de seis desempleados en aprietos se despojan de todas sus ropas, frente a conocidos y desconocidos, un poco para conseguir dinero y otro tanto para distraer la ansiedad de una época en banca rota.
Así andamos por estos días: propensos al Full Monty. Como si la pandemia nos hubiera arrebatado las ganas de engañar, esconder, atemperar o moderar.
Con el coronavirus cada quien es lo que era, pero en versión superlativa, descarada, descocada pues.
Lo mismo le sucede al presidente que a la secretaria, al entrevistado y al periodista, al científico y al demagogo, al neurótico y a su terapeuta, a los patrones y a sus empleadas, al empresario y a sus críticos, al burócrata y a la artista, al que escribe estas líneas y (perdone el atrevimiento) a quien las lee.
Acaso la epidemia nos ha puesto hipersensibles y actuamos en consecuencia: nos afectan cosas que en la normalidad habrían pasado desapercibidas.
Tengo como material probatorio a favor de este argumento los dieciocho chats que un día de estos voy a abandonar, (lo prometo cotidianamente por mi propia crisis de hipersensibilidad).
Confieso que con las yemas de los dedos he propinado en ellos uno que otro sermón; también cuento que me han maltratado sin merecerlo y que ahí he contado por legión a los que suelen sentirse, como dice la tonada de José Alfredo Jiménez, superior a cualquiera.
Abundan también en esos sitios quienes de la noche a la mañana se doctoraron en economía o en epidemiología; se les distingue porque ambos comparten el síntoma de ver un profundo barranco al final del túnel.
Dijo alguna vez Albert Einstein que “quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar superado.”
Pues si desnudarse nos hace superarnos a nosotros mismos, bienvenida la experiencia del Full Monty.
Pero si al encuerarnos nos superan las circunstancias, en las crónicas del coronavirus permanecerá el recuerdo de aquel ridículo que hicimos cuando, sin inhibiciones, mostramos nuestras peores contrahechuras.
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La pandemia está sacando los mejores ángeles de nuestra naturaleza, pero también los más feos. Ambos habitan en cada uno de nosotros. Que cada quien, en lo que dura este trance, se haga cargo de exhibir desnudos a unos o a los otros.
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