Todavía pueblan las cárceles mexicanas miles de personas injustamente procesadas por el arbitrario sistema inquisitorial que tuvimos hasta el 2008, y sin embargo hay quienes con vehemencia exigen su vuelta.
Se trata de los viejos operadores del derecho que no han podido adaptarse al nuevo sistema, por su propensión incurable hacia el autoritarismo.
Extrañan la tortura como método de investigación; les hace falta el arraigo, un mecanismo coactivo que permitía privar ilegalmente de la libertad; añoran la montaña de papel tras la cual se escondían los jueces; les incomoda jugar con transparencia, ahora que las audiencias son orales.
Antes de la reforma del 2008, seis de cada diez personas sentenciadas no conocían el rostro del juez que los procesó y siete de cada diez reportaban haber sufrido algún tipo de tortura.
Con el sistema inquisitorial era común que los procesados tardaran en conocer las razones por las que habían sido privados de la libertad, también ocurría con gran facilidad que se fabricaran pruebas y testimonios, que la autoridad policial o ministerial mintiera para forzar una teoría criminal que se habían inventado.
Entre los casos judiciales más sonados del viejo sistema penal están el de las indígenas nahñú, Teresa, Jacinta y Alberta o los expedientes Wallace, Martí y Cassez-Vallarta.
Pero hay muchas centenas de miles más en similar circunstancia porque se impuso un proceso injusto gracias a un sistema que era también muy injusto.
Fue por el fracaso del sistema inquisitorial que, hace poco más de una década, se llevó a cabo una cirugía mayor a la justicia penal. Se hizo a contracorriente porque los gobernantes de entonces no querían perderse la amplísima libertad que les entregaba meter tras las rejas a quien, por razones políticas, les diera la gana.
También se resistieron los abogados más poderosos del régimen que, con sus influencias, solían gestionar una exclusiva mina de oro.
La reforma del 2008 tuvo como complemento otra que en nuestro país se realizó en el año 2011 para incluir en nuestra legislación un catálogo grande en materia de derechos humanos, derivado de los tratados internacionales.
Fue también por esta otra reforma que los derechos humanos pasaron a ocupar un lugar central dentro del sistema procuración y administración de justicia.
Quienes hoy vociferan contra estas dos grandes transformaciones dicen que la impunidad en el país ha crecido desde entonces. En concreto, responsabilizan al sistema nuevo de las fallas de la justicia y aseguran que es obra suya el que muchos criminales sigan recorriendo libremente las calles.
Olvidan los reaccionarios que antes de 2008 solo era resuelto uno de cada cien delitos y que el descrédito del sistema era tal que el 90% de los crímenes no solían ser denunciados. La evidencia es contundente para decir que el sistema previo era nefasto y que por ello la sociedad mexicana procedió a enterrarlo.
No tienen vergüenza los que quieren resucitarlo, tampoco gozan de buena reputación.
Se quejan con alevosía sobre la inmadurez del nuevo sistema. Es cierto que las instituciones nacientes, como los árboles gigantes, tardan en ofrecer sus frutos. A un nogal, por ejemplo, toma veinte años alcanzar el momento en que puede entregar nueces. (Alguna vez se quejó Simón Bolívar de que los pueblos se hubieran demorado tanto en sembrarlos).
Mucho nos tardamos también en México en jubilar instituciones que no servían.
Estados como Chihuahua, que fueron pioneros en caminar hacia el nuevo sistema penal, exhiben en el presente buenos resultados respecto al abatimiento de los indicadores de impunidad y también en el cumplimiento con los derechos procesales.
Pero llevó tiempo para que se produjeran buenos resultados, sobre todo porque tuvieron que pasar al desempleo muchos de los antiguos operadores (jueces, ministerios públicos, policías, abogados), mientras una nueva generación de profesionales se fue haciendo cargo del relevo.
El sistema vigente requiere de habilidades que tardarán en echar raíz entre los operadores del derecho, por lo que todavía pueden registrarse fallas importantes, pero el problema no proviene de las nuevas normas o de las instituciones recién estrenadas, sino de un paulatino desarrollo de capacidades humanas que no podrían adquirirse a una velocidad distinta.
ZOOM: Regresar al sistema inquisitorial sería una gran tragedia para la historia penal mexicana. En los temas de justica necesitamos ir hacia delante y no hacia atrás, necesitamos una visión liberal y no conservadora, necesitamos resistir frente a las tentaciones de la reacción, necesitamos paciencia y no demagogia.