Este año que concluye Andrés Manuel López Obrador descalificó cuantas veces pudo a sus adversarios. Los llamó conservadores, fifís, neoliberales y, más de una vez, los asemejó a los traidores de la historia mexicana.
Pero tan recias y repetitivas fueron sus palabras, como las que usaron sus rivales contra él.
Ciertamente hay una casta mexicana que detesta al presidente y todo lo que tiene que ver con su obra.
Mirando de cerca el pleito, sería tan errado suponer que el mandatario dio pretexto a sus detractores, como que sus detractores inventaron las razones para atacarlo: ¡entre gente adulta que cada quien se haga responsable de sus propias palabras, argumentos y descalificaciones!
En otros textos he dedicado tinta preocupada para analizar el estilo, unas veces franco y otras francamente rijoso, del jefe del Estado mexicano.
Pero antes de que termine este año necesito referirme al numeroso grupo de personas que, en el 2019, se volvió políticamente irrelevante y que coincide con aquellos individuos ubicados en las butacas de los políticamente más enojados.
En una sociedad tan arbitraria como la mexicana, la cercanía con el poder no es un accesorio vano sino instrumento principal para la sobrevivencia.
En nuestro país la desigualdad no solo priva, sino que priva absolutamente. De ahí que cada quien intente colocarse lo más arriba posible: esta regla incluye tanto al desposeído como al millonario.
Tener contactos, relaciones, conocer a alguien, (quien a su vez pudiese conocer a alguien), poder echar una llamada, tener derecho de picaporte, o más recientemente, tener derecho a enviar un mensaje de texto, son atributos de un patrimonio relacional que resuelve situaciones urgentes —que ayuda cuando los problemas de salud aquejan, cuando se requiere encontrar un trabajo, o cuando la violencia llama a la puerta, entre tantos otros dilemas.
Desde las asimetrías mexicanas —en una sociedad que sigue siendo de castas— pocas cosas resultan más angustiosas que experimentar la extinción de esas conexiones. Implica un trepidante descenso social que provoca vértigo.
El síntoma superlativo de esa sensación lo gritan, más que nada, aquellos que antes eran muy importantes y, de golpe, dejaron de serlo:
Líderes políticos, ciudadanos ejemplares, intelectuales reconocidos, empresarios influyentes, dirigentes sindicales, artistas afamados, periodistas poderosísimos y un largo etcétera de personalidades, previamente muy destacadas y que abandonaron ese estatus durante el año que está por concluir.
Por obra del cambio político fueron catapultados a la zona de la insignificancia. Su peso social se volatilizó en un lapso breve: el presidente dejó de recibirlos en Los Pinos, (porque ahora vive en Palacio Nacional); la secretaria no les toma la llamada; el director no tiene tiempo para recibirlos; el funcionario no responde el whatsapp.
La élite a la que pertenecían fue sustituida por otra élite que desconfía de ellos, que cuestiona sus modos de relación, que cambió los códigos de vestimenta, que viaja en carruajes más modestos, (o de plano anda a pie), que notoriamente ostenta mayor diversidad en el tono de la piel, el origen social y la geografía del país.
Relevante viene del vocablo latino “relevantis” y quiere decir levantarse o elevarse por encima del resto. Son bastantes individuos quienes este año resintieron la tragedia que implica reptar bajo —igualarse en altura con tantos otros que antes miraban con desdén.
Estas suelen ser las personas más enojadas. Son las que despotrican todos los días, descalifican, ningunean y con frecuencia profetizan la peor de las catástrofes.
Muy probablemente su enojo con el nuevo régimen sea, en talla, inversamente proporcional a la percepción de irrelevancia que tan angustiados les tiene.
Sin embargo, una nota discordante con esta narrativa la impone el hecho de que no todos los relevantes de antes hayan caído ahora en desgracia. De hecho, conforme el año fue avanzando, cientos de los previamente relevantes recibieron el saludo generoso del nuevo régimen. Supieron adaptarse, pues.
ZOOM:
Nuestro país sigue siendo uno donde la igualación está lejos de resolverse. En esta geografía social tan asimétrica unos pueden subir y otros descender, mientras todos hacemos un esfuerzo tan ridículo como exagerado para levantar lo más arriba la cabeza. Han cambiado quizá los modos, pero no el tamaño de los escalones.
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