A América Latina la unen un sinfín de similitudes. Las fronteras que dividen a cada nación son una y otra vez superadas por los lazos que las hermanan. Solo por mencionar uno de estos parecidos, se puede recordar que el último tlatoani mexica y el último soberano inca compartieron destino. En 1525, Cuauhtémoc fue asesinado por Hernán Cortés; ocho años más tarde, a Atahualpa lo estrangulan sus captores.

La conquista dejó también una herencia que, mayoritariamente, nos une desde la Patagonia hasta el río Bravo: el uso del español como lengua primaria de comunicación e hilo conductor de la historia de los países latinoamericanos, la cual parece moverse en la misma dirección.

Pensemos, por ejemplo, en dos escritores latinoamericanos: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. No es casualidad que ambos hayan relatado una historia recurrente en Latinoamérica, la de las dictaduras militares y la represión democrática.

El autor colombiano escribió El otoño del patriarca, cuya trama se desarrolla en un país ficticio dominado por un dictador. La novela tiene la clara intención de demostrar que esa realidad, la de la dominación por la fuerza, podía imponerse en cualquier rincón latinoamericano.

Vargas Llosa, de origen peruano, le dio vida a la figura literaria de Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de República Dominicana. En esa versión novelada, uno de los conspiradores que elaboraron el plan para asesinar al tirano se preguntó qué traería consigo su muerte: ¿Dominicana sería —por fin— un país normal, con un Gobierno elegido, prensa libre y justicia digna de ese nombre?

El propio Mario Vargas Llosa aseguró que los tiempos del partido hegemónico en México eran equivalentes a los de una dictadura perfecta. Lo cierto es que en nuestro país, a diferencia de los más sureños, el siglo XX estuvo, en su mayoría, libre de dictaduras, pero la democracia inició su verdadero camino hace décadas, y su consolidación en 2018, cuando la izquierda partidista logró otorgarle a la sociedad un triunfo contundente e incuestionablemente emanado de la voluntad popular.

Los gobiernos de muchos otros países latinoamericanos han oscilado en diversas direcciones. Hace algunos años escribí Péndulo político, libro en el que expongo cómo la región, incluso en la actualidad, siguió siendo víctima de su juventud democrática, la cual, además de generar cambios en la dirección política de las naciones, la dejó vulnerable a inestabilidades. Y en esa coyuntura se encuentra actualmente Perú.

Los argumentos y el análisis de lo que sucede en el país andino se han presentado con amplitud, pero aún así, esta coyuntura debe obligarnos a buscar respuestas para preguntas postergadas y soluciones para problemas no atendidos de fondo.

En lo concerniente a México, el caso de Perú abrió una puerta —como ocurrió desde el inicio del gobierno actual— para replantear el papel de nuestro país en la arena internacional, y con ello iniciar un proceso de análisis sobre la necesidad de modificar nuestra política exterior.

Lo que hoy sucede en Perú nos llama también a evaluar la efectividad de los organismos regionales. No se debe olvidar que Pedro Castillo, el expresidente de esa nación, ahora en prisión preventiva, solicitó a la OEA su mediación en lo que se consideraba una crisis institucional eminente. Dina Boluarte, quien hoy ocupa la presidencia, afirmó que en noviembre el gobierno peruano advirtió al organismo que la democracia en su territorio se encontraba en grave peligro.

La inestabilidad institucional en la que hoy se balancea el gobierno de esa nación es también un llamado para que el resto de los países pongan especial atención en la fortaleza de su sistema de partidos, fragmentado y sumamente confrontado en Perú. Esto dificulta en extremo formar coaliciones sólidas que permitan dotar de un rumbo fijo a un gobierno, y dan lugar a lo que se ha llamado la inestabilidad por diseño.

Frente a la inestabilidad gubernamental, emergió el caos social. El Congreso peruano rechazó adelantar las elecciones; Dina Boluarte se negó a renunciar a la presidencia, pero parte de su gabinete dimitió. La imposibilidad institucional para brindar certeza a la sociedad de que la democracia prevalecerá ha generado disturbios. El resultado lamentable hasta ahora son más de 20 personas muertas durante las protestas.

Desde tiempos de la conquista, la región en la que se ubica Perú fue motivo de admiración por su abundante riqueza. Por eso, la frase “bien vale un Perú”, es ahora utilizada cuando se quiere expresar que algo merece la pena.

Hoy debemos recordar que corregir el rumbo de manera necesaria para fortalecer la democracia en el continente no solo vale la pena, sino que es impostergable para asegurar el futuro de nuestras sociedades.

ricardomonreala@yahoo.com.mx
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA

Google News

TEMAS RELACIONADOS