Eduardo Galeano escribió Las venas abiertas de América Latina hace poco más de medio siglo. En sus primeras líneas, dejó para la posteridad una sentencia que es aplicable hasta hoy. En esas páginas iniciales, el escritor uruguayo afirmó que nuestra comarca del mundo, a la que hoy llamamos América Latina, se ha especializado en perder y en ser esclava dentro de la división internacional del trabajo.
Bien dicen que la verdad no peca, pero incomoda. Galeano tenía razón, pues desde tiempos de las colonias, los países de nuestra región se acostumbraron a estar supeditados a la influencia de potencias extranjeras. Por eso no resulta extraño que, una vez que nuestro país logró su independencia, lo primero que hicieron los conservadores de aquellos tiempos fue tratar que México fuera gobernado desde Europa.
El paso del tiempo cambió los equilibrios internacionales y, con el crecimiento de Estados Unidos como potencia mundial, la región de América Latina siguió recibiendo una fuerte influencia, ahora de aquella nación que adquirió nueva hegemonía.
Precisamente, hace ya 13 años, en un artículo titulado “Neopolkismo”, analicé el polkismo, corriente política liderada por el presidente estadounidense James K. Polk, que justificaba la expansión territorial de Estados Unidos, a costa de México, bajo la doctrina del destino manifiesto.
En ese mismo artículo, subrayé cómo esta ideología intervencionista encuentra eco en ciertos sectores de la sociedad cada vez que se produce un nuevo intento de intervención estadounidense en nuestros asuntos internos.
A lo largo del tiempo, Estados Unidos ha buscado influir en nuestro país para proteger sus intereses, como lo vimos durante la invasión de 1846 a 1848; su injerencia en la Revolución mexicana, y la resistencia a la expropiación petrolera en 1938, cuando el presidente Lázaro Cárdenas defendió con firmeza los intereses nacionales. Estos episodios subrayan un patrón de intervención que continúa a la fecha.
Hoy, cuando nuestro país impulsa una reforma a su Poder Judicial, la cual busca democratizar uno de los pilares del sistema político, nuevamente surgen voces que intentan desacreditar estos esfuerzos, incluyendo las provenientes del vecino país del norte, aunque también hay quienes parecen dar más peso a esas opiniones que al propio sentir del pueblo de México.
Esta intromisión, disfrazada de preocupación por la democracia, no es más que un eco de las políticas intervencionistas que Estados Unidos ha ejercido tanto en México como en toda América Latina durante décadas. La reforma al Poder Judicial es un asunto estrictamente interno de nuestro país, y no podemos (ni debemos) permitir que intereses extranjeros determinen su rumbo.
Ante esta coyuntura, hay que mantener e interpretar las máximas de la política exterior que han marcado el cambio de régimen que inició en 2018.
México ya no puede seguir perdiendo en la división del trabajo internacional, pero, aunque no debemos permitir la injerencia, tampoco hay que caer en el aislacionismo. Tenemos que reconocer que Estados Unidos es nuestro socio comercial más importante y, como tal, sus opiniones merecen ser escuchadas. Lo que no podemos es perder de vista que nuestra nación y su pueblo son una parte fundamental para el desarrollo del norteño vecino, papel que nos corresponde hacer valer.
Por eso, la postura firme de anteponer nuestra soberanía no es un simple acto de defensa nacionalista, sino un recordatorio de que el pueblo de México, desde 2018, eligió un camino de transformación profunda, que fue ratificado el pasado 2 de junio en las urnas, por lo que no debe ser alterado por presiones externas ni de otro tipo.
Debemos recordar también que la mejor política exterior, como lo señala el presidente López Obrador, es tener una política interior firme. Y para contar con una política interior sólida no solamente hay que respetar la voluntad popular, sino actuar para generar los equilibrios necesarios para que verdaderamente funcione.
De esa misma voluntad popular emana la necesidad de reformar al Poder Judicial, para que finalmente el anhelo de justicia por el cual se ha luchado en forma constante a través de los siglos se convierta en una realidad. Este cambio es entendido por las y los mexicanos, por el Poder Ejecutivo y por las y los representantes legislativos como una evolución institucional que reforzará nuestra democracia y no —según opinaron algunos gobiernos extranjeros y el propio mercado— como una regresión.
En política, incluida la internacional, el consenso siempre será lo deseable. Sin embargo, también es válido disentir y expresar con firmeza las respectivas posiciones. En este caso, México, su gobierno y su pueblo deben caminar en una dirección que nos permita tomar las decisiones óptimas para nuestro desarrollo. Esto implica, innegable y necesariamente, romper con la mala costumbre del malinchismo y del intervencionismo. Y conlleva hacer valer, de una vez y por todas, nuestra verdadera soberanía.
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