Fui gobernador de Zacatecas de 1998 a 2004. El año en que asumí la gubernatura, se registraron en la entidad cientos de casos de alto impacto delictivo: homicidios, secuestros, extorsiones, robos a casa habitación y otros. Un año más tarde, a través de la depuración policial, del fortalecimiento de las condiciones e ingresos de policías locales, de la coordinación con el Poder Judicial, del combate a la impunidad, y la implementación de políticas públicas integrales en la materia, logramos disminuir la prevalencia de delitos en un porcentaje mayor, tendencia que mantuvimos hasta entregar el Gobierno.
Estas cifras pueden ser consultadas en las memorias del Consejo de Seguridad Pública, que durante mi mandato consideraron a Zacatecas como uno de los estados más seguros en el país, lo que me lleva a decir que, aunque es difícil contener la violencia, se puede lograr. No obstante, debo reconocer que el contexto nacional no era ni cercanamente tan complejo como el que actualmente vivimos.
El incremento registrado en el número de homicidios en 2008 fue cercano al 60 por ciento, en comparación con el año anterior, llegando a su máximo histórico en 2018, cuando la transición política inició en el país.
Así, el actual Gobierno recibió un país marcado por la violencia, con la cifra de homicidios en un máximo histórico de 36,685, dato que en 2021 —el más reciente publicado por el INEGI— presentó una disminución de 985 casos, equivalente al 2.6 por ciento. Es decir, la violencia en su manifestación más cruel comienza a ceder, pero no a la velocidad ni a la intensidad necesarias para que las y los mexicanos puedan vivir en paz.
Comienzo esta reflexión con estadísticas delincuenciales, porque se trata de uno de los pocos instrumentos que nos permite comparar de manera objetiva el pasado con el presente. Sin embargo, se trata también de un enfoque que no refleja el dolor de quien perdió a un ser querido a manos de la violencia; el miedo que las comunidades capturadas por el crimen organizado tienen que enfrentar diariamente, ni las distorsiones sociales que esto provoca.
Por eso, el proyecto por la reconciliación que estoy planteando parte de reconocer que nuestra mayor deuda con la sociedad se encuentra en este terreno. Desde hace décadas, el Estado ha venido perdiendo el control de parte del territorio; no ha sido capaz de ofrecer seguridad; hay lugares donde no existe presencia institucional, y territorios completos bajo el control del crimen organizado.
El Poder Legislativo, en esta y en la pasada legislaturas, ha sido un actor fundamental en la construcción y revisión de la estrategia de seguridad. Por un lado, de manera acertada, se fortaleció la política social como el mecanismo para combatir las causas raíz de la delincuencia y la violencia. Se trata de un enfoque integral que requiere que en la sociedad, especialmente al interior de las familias, se refuercen los valores y se rechace la apología de la violencia y del crimen que hoy permea en la cultura popular.
Estos son elementos valiosos para encontrar soluciones de fondo a la violencia y a la delincuencia. Sin embargo, los resultados de ese tipo de mecanismos tienden a ser de largo plazo; por ello, esta visión se complementó con la formación de un nuevo cuerpo de seguridad.
La Guardia Nacional fue diseñada y creada bajo la lógica de combinar el orden civil con la disciplina castrense. Su formación resultó exitosa en la medida en que se distanció de casos de corrupción en los que estaban envueltos quienes dirigían las corporaciones en el pasado, tal y como lo muestra el presente juicio en contra de Genaro García Luna. No obstante, e independientemente del debate en torno a la institución, a cuatro años de su creación, se debe reconocer que la violencia no cesa, lo mismo que la presencia de los grupos del crimen organizado.
Dos episodios lamentables: el asesinato del general José Silvestre Urzúa Padilla, coordinador de la Guardia Nacional en Zacatecas, y el del coronel Héctor Miguel Vargas Carrillo, que lamentablemente tuvo lugar el sábado pasado en Michoacán, demuestran al menos dos problemáticas. Por un lado, la creciente capacidad de fuego que tienen los grupos criminales y, por otro, la imperante necesidad de fortalecer a las corporaciones que se encuentran en la línea de batalla, desde policías locales hasta el Ejército Mexicano.
La pacificación será uno de los grandes temas por tratar durante el proceso de sucesión presidencial que se avecina. Las plataformas políticas deberán posicionar este tema en el centro de sus propuestas, para permitir que las y los mexicanos cuenten con una verdadera oportunidad de vivir con paz y tranquilidad. Tenemos que apostar al fortalecimiento y a la modernización de las corporaciones de seguridad; a la focalización de los programas sociales en los territorios más vulnerables, y a la generación de oportunidades que alejen a nuestras juventudes del terreno criminal. Esa, y no otra, deberá ser nuestra prioridad. Ese será nuestro punto de quiebre.
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