Cuando cursaba la secundaria, una de las materias que más disfrutaba era Literatura. Cada historia y cada libro que revisábamos era un reflejo de enseñanzas que fueron escritas hace décadas o incluso siglos, pero que continuaban siendo vigentes y aplicables.
Uno de los libros a los que sigo recurriendo —y tal vez el primero que me fue asignado como trabajo escolar— es La epopeya de Gilgamesh, considerado la primera obra literaria de la que hay registro, pero la lección que me dejó es aún más importante: la vida es finita y hay que vivirla con rectitud.
Recuerdo que esta obra también me sorprendió porque contenía la descripción de un diluvio que arrasó con parte de la humanidad. Yo conocía este acontecimiento por las lecturas de la Biblia —el primer libro impreso por Gutenberg— que realizábamos desde la infancia en los retiros espirituales. Me pareció sumamente enigmático cómo dos culturas aparentemente distintas en tiempo y en contexto pudieran compartir la misma visión del desarrollo de la historia.
En la preparatoria, mi gusto por los libros, las historias que contaban y las enseñanzas que me dejaban se incrementó. Casi al final de esa etapa escolar, uno de mis profesores me asignó leer Fuente Ovejuna, de Lope de Vega. Y aunque ya me inclinaba por estudiar Derecho como carrera universitaria, fue esa obra dramática la que reafirmó mi convicción de que la justicia no debe ser alcanzada por propia mano, sino a través de un sistema de normas e instituciones.
Asimismo, en esta etapa de enseñanza en una preparatoria popular realicé mis primeras lecturas sobre materialismo histórico, socialismo y marxismo-leninismo. Recuerdo entre ellas Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Martha Harnecker; El Estado y la revolución, de Lenin; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels; la Historia del capitalismo en México, de Enrique Semo, o incluso la Ideología de la Revolución mexicana, de Arnaldo Córdova.
Los libros formaron en gran medida mi pensamiento político y la manera de entender las cosas. Eso ha sucedido siempre a lo largo de la historia, pues sin los libros no podríamos aprender del pasado para preparar un mejor futuro. Por ello, en el marco de la celebración del Día Mundial del Libro, vale la pena reconocer su importancia pasada, presente y futura.
Quizá por mi formación en Derecho existen tres obras que considero fundamentales para el desarrollo de las ideas. La primera es Historia, de Heródoto, considerado el padre de esta disciplina, por dejar el primer registro de los acontecimientos más importantes del mundo conocido por el Viejo Continente en la época clásica. Aunque su influencia en la cultura popular no es tan notable, sí lo es para el ámbito académico, así como para toda aquella persona apasionada por esa rama del saber.
La segunda es la serie de libros conocida como los Diálogos, de Platón, los cuales son hasta la fecha una lectura obligada. En ellos se abordan temas tan variados como la amistad, la música, la política, la belleza, el alma y muchos otros que dejan maravillado a quien los lee.
La tercera cambió para siempre la historia del derecho: el Digesto de Justiniano, publicado en el año 533, que es una recopilación de la jurisprudencia romana que servía para orientar a los juristas de la época. Con la expansión de la influencia romana en el mundo occidental, este libro llegó a los lugares más insospechados y se sigue estudiando en las facultades de Derecho de las universidades de países de tradición jurídica romana, como México.
Son muchas las personas que han cambiado al orbe mediante sus libros, pero por señalar sólo a tres grandes pensadores que formaron la concepción moderna del mundo y de la humanidad, mencionaré a Nicolás Copérnico, que en su obra Sobre la rotación de los cuerpos celestes planteó las bases de la teoría heliocéntrica, dejando atrás la idea de nuestro planeta como centro del universo; Charles Darwin, que en El origen de las especies propuso una teoría para explicar la diversidad de la vida más allá de la fe religiosa, y Karl Marx, que en libros como el Manifiesto del Partido Comunista y El capital sentó las bases del comunismo científico, a través de su método dialéctico histórico.
Sería imposible en este corto espacio mencionar todas la obras cumbre de la literatura universal, pero también sería imperdonable no recordar grandes libros como la Ilíada y la Odisea, de Homero; El arte de la guerra, de Sun Tzu; La Historia general de las cosas de la nueva España, de Bernardino de Sahagún; El príncipe, de Maquiavelo; el Quijote de Cervantes; Hamlet, de Shakespeare; La riqueza de las naciones, de Adam Smith; el Diario de Ana Frank; El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y el icónico Laberinto de la soledad, de Octavio Paz.
A estos clásicos de la literatura se les suman aquellos escritos por mujeres y hombres de Latinoamérica, entre los cuales resulta difícil seleccionar un número limitado, pero vale la pena citar a Jorge Luis Borges, quien afirmaba que un libro es una extensión de la memoria de la imaginación, y yo agregaría que es también una continuación de nosotros mismos.
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