En la antigua Mesopotamia, el rey babilónico Hammurabi diseñó uno de los primeros códigos legales de los que se tenga registro. Entre las 289 leyes y sanciones que lo componen, el Código de Hammurabi incluye una que hasta hoy genera polémica y sigue a debate: el prevaricato, es decir, los delitos cometidos por los juzgadores que dictaban una resolución de manera arbitraria, contraria a la ley o, en el peor de los casos, injusta.
Por eso, no es casualidad que las palabras “justicia” y “juez” deriven de la misma raíz latina jus, definida como “justo” y “legal”. Alcanzar este balance, entre lo justo y lo legal, es aún uno de los mayores retos para las sociedades modernas, y lograrlo reside precisamente en la forma en que actúan y se desarrollan las personas juzgadoras que integran el Poder Judicial, lo cual implica, necesariamente, vigilar cuáles hombres y mujeres conforman este Poder y cómo son seleccionados.
En el mundo se registran al menos tres diferentes maneras de elegir a las y los ministros, magistrados y jueces: participar en un concurso de selección frente a un determinado comité; por designación de otro Poder del Estado o por votación del pueblo.
En el Reino Unido, por ejemplo, la mayoría de las y los jueces son seleccionados sin el involucramiento de ningún Poder o de ninguna fuerza política. Las vacantes son publicadas y se forma un comité especializado, en el cual se incluyen jueces que recomiendan a las que consideran las mejores candidaturas. Este sistema, aunque aísla al Poder Judicial de cualquier intervención de carácter político, ha sido criticado y catalogado como una oligarquía perpetua.
En el segundo de los casos, en que uno o más Poderes del Estado forman parte de la selección de las y los ministros y magistrados, como ocurre en México, el Poder Judicial cuenta con mayores contrapesos. Sin embargo, quienes resultan electos cuentan, mayoritariamente, con el respaldo político de algún grupo y, por lo tanto, sus decisiones pueden contener cierto sesgo. Además, este tipo de elección, como la primera, no les genera ningún tipo de responsabilidad ni les obliga a rendir cuentas de sus decisiones frente al pueblo o a las personas que están siendo juzgadas.
La tercera forma de elección, la votación popular, se presenta en países como Bolivia y España e incluso en algunos casos de Estados Unidos. En el país andino, desde 2011, las y los 28 integrantes de los tribunales nacionales de justicia son elegidos por esta vía. En España se definen tanto a través de otros Poderes como a través del voto ciudadano. Así ocurre, por ejemplo, con las juezas y los jueces de paz.
En Estados Unidos hay casos de juezas y jueces que son electos de manera popular, ya sea a través de un partido o sin la participación de uno. En 37 estados de ese país se llevan a cabo elecciones, conocidas como “retenciones”, mediante las cuales quienes votan deciden si un juez o una jueza permanece o no en su puesto.
Cada una de estas tres opciones tiene pros y contras. El primero, al recaer toda la elección en el Poder Judicial, aísla por completo a este de las interferencias políticas de otros actores, pero también lo convierte en una caja negra para la ciudadanía, pues no contempla responsabilidad alguna de rendición de cuentas.
En el segundo, ya que otro Poder interviene en la elección, puede politizar sus decisiones, pues para nadie es secreto que en la mayoría de las ocasiones formar parte de una terna o de una lista implica, de facto, pertenecer a un grupo político o hacer alianzas para acceder a la postulación. Al mismo tiempo, limita la responsabilidad frente a la ciudadanía.
El tercero, al ser el más democrático, es el que permitiría mayor transparencia y rendición de cuentas al pueblo. Asimismo, abriría en México, por primera vez, la participación de la ciudadanía en la conformación de un Poder que también la representa y que durante siglos se ha visto aislado y completamente inaccesible para la mayoría.
El argumento en contra de este modelo es que no se escogerían los perfiles con el grado técnico necesario para ocupar los puestos. Sin embargo, esa postura asume a priori que las y los votantes son incapaces de elegir los mejores perfiles y, a su vez, niega sin razón la posibilidad de que aspirantes altamente preparados, pero que no cuentan con alguna influencia política, puedan competir para acceder a estos cargos.
Aunque la reforma al Poder Judicial que se debate en México y actualmente se consulta y se discute es mucho más amplia que la elección de las y los ministros, jueces y magistrados, este es el punto más polémico de su contenido, y no es una casualidad, pues se trata de depositar en el pueblo una facultad y un derecho que le han sido vedados y negados desde los inicios de nuestra vida como nación.
Lo peor que se podría hacer es negarse al debate de esta trascendente decisión. Nuestra responsabilidad es analizar, a conciencia y con base en la evidencia, cuál es la mejor vía para que las y los ciudadanos mexicanos puedan, finalmente, contar con un sistema que alcance el equilibrio de dos elementos básicos para cualquier Estado: la justicia y la legalidad.
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