Es inconcebible que quienes ensangrentaron al país durante doce años hoy se desgarren las vestiduras señalando que el Estado mexicano claudicó en su más elemental obligación en la captura de un delincuente.
Resulta grotesco que ellos, a quienes se les escapó dos veces “el narcotraficante más buscado del mundo”, de dos prisiones de “máxima seguridad”, hoy exijan la pericia, la habilidad y la destreza que en su momento no tuvieron.
Es de una hipocresía mayúscula que aquellos que hicieron del Estado de derecho un estado de derecha, hoy griten que sucumbió la seguridad y se arrodilló la justicia en México.
“Fue un operativo fallido, precipitado y deficiente”. Sí. Así fue. Y así se ha reconocido por los máximos responsables del gabinete de seguridad; pero la otra opción era peor: transformar al presidente de México —comprometido con la pacificación del país— en el carnicero de Culiacán, a quien hoy se estaría señalando de genocida y pidiendo que fuera conducido a la Corte Penal Internacional.
“No vale más la captura de un delincuente que la vida de las personas”. Ésta es la síntesis del dilema que se vivió en Culiacán el pasado jueves, verbalizada en voz viva del jefe del Estado mexicano.
¿Las vidas de cuántas personas estuvieron en riesgo inminente? Decenas; tal vez, cientos; quizá, miles. Nadie tendrá la desdicha de contarlas, porque fue mayor la gracia de evitarlo.
Acudamos a la memoria histórica. Díaz Ordaz, 1968, en Tlatelolco: “Ni menos de 30 ni más de 40”. Carlos Salinas, 1994, Día de Reyes en Ocosingo, Chiapas: más de cien indígenas zapatistas muertos por helicópteros artillados y tropas de asalto. Felipe Calderón, 2006-2012: más de 40,000 víctimas de “daños colaterales” o civiles inocentes.
La razón de Estado indicaba lo que se hizo el jueves: dar un paso atrás, para avanzar dos más adelante; perder una batalla, para ganar la partida final. En cambio, la razón de establo aconseja lo que seguimos escuchando de algunos: “¡Dispara, AMLO, dispara!”. No se cayó en la trampa de Culiacán.
Quizá esto resulte extraño para algunas personas, dada la historia de impunidad y corrupción que nos antecede, pero la realidad es que no hay nada que esconder, por más que haya quienes se esfuercen por hacer creer lo contrario a la sociedad. El nuevo gobierno tiene la convicción de lograr la pacificación del país, pero no a través de la violencia, sino de la atención a las condiciones socioeconómicas que por tanto tiempo desgarraron el tejido social.
Además, existe la férrea convicción de no mentir ni engañar a las mexicanas y los mexicanos, y con ese espíritu se han aceptado los errores, pero también se resalta el gran acierto de no seguir adelante con un enfrentamiento cuyas consecuencias pudieron haber sido mucho peores.
Pacificar a México, después de décadas en las que los grupos criminales actuaron con total libertad y complicidad, no es tarea fácil. Cada decisión conlleva un costo, pero siempre se deberá priorizar la vida y la paz de la ciudadanía. Cerremos filas con el presidente y con nuestras fuerzas de seguridad, cuyos elementos arriesgan su vida diariamente en la lucha por hacer valer el Estado de derecho.
No dejemos que las voces del pasado que buscan desacreditar los esfuerzos realizados nos roben la esperanza de vivir en un México en paz; no tienen autoridad moral quienes buscan sacar raja política de la situación de inseguridad que ellos mismos generaron. Somos más quienes ya no queremos que se derrame sangre y quienes realmente queremos que la tranquilidad regrese a la nación.
ricardomonreala@yaho o.com.mx
Twitter y Facebook:
@ RicardoMonrealA