La historia de la humanidad se ha escrito con sangre. Los Estados modernos son herederos de estructuras de poder forjadas hace siglos mediante el despojo, la dominación y el exterminio. La paz perpetua que Kant soñó en el siglo XVIII sigue existiendo sólo en el mundo utópico; en cambio, hoy los periodos de no agresión se antojan más como de entreguerras o treguas momentáneas.
El negocio de la guerra no sufre la crisis que provoca. A causa del conflicto entre Rusia y Ucrania, mientras algunas industrias han padecido grandes pérdidas, las acciones de las empresas armamentísticas se elevan. ¿Son estos intereses los que están detrás de la pérdida de la diplomacia?
Las recientes tensiones diplomáticas entre Estados Unidos y China por la posibilidad de que Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de la Unión Americana, incluyera a Taiwán en su actual visita al continente asiático, nos advierten sobre el riesgo de que las grandes potencias sigan utilizando territorios de países menos desarrollados para medir sus fuerzas e incentivar la industria de la guerra a costa de miles de vidas humanas, incuantificables pérdidas materiales y la violación de las soberanías nacionales.
Rusia, China, Estados Unidos y las naciones de la OTAN parecen querer revivir la Guerra Fría e influir en los conflictos actuales, usando un discurso insostenible, en el que cada cual se presenta como defensor de un derecho legítimo al territorio o como paladín del derecho internacional, al tiempo que utilizan su poder militar para subyugar naciones que pugnan por su derecho a existir.
El filósofo francés Ernest Renan escribió en su ensayo “¿Qué es una nación?” lo siguiente: “Una gran agregación de personas, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama una nación. Mientras esta conciencia moral prueba su fuerza por los sacrificios que exigen la abdicación del individuo en provecho de una comunidad, es legítima, tiene el derecho a existir”.
En este sentido, no se puede negar la existencia de una nación ni justificar invasión alguna sin abandonar toda brújula moral. La retórica de las potencias del primer y el segundo mundos en el siglo XX sostenía la fachada de una pugna ideológica, pero hoy nuevamente recurren a la amenaza del uso de la fuerza y a la violencia simbólica para imponer su dominio, lo que deja claro que se trata tan sólo de una lucha hegemónica.
Durante su más reciente gira por el continente asiático, el presidente estadounidense Joe Biden abandonó la tradicional “ambigüedad estratégica” sobre el conflicto entre China continental y Taiwán, que consistía en no pronunciarse sobre la defensa de la isla en caso de una intervención, asegurando, en cambio, que EU intervendría militarmente en caso de un intento de unificación de “las dos Chinas”, mientras el vocero de la cancillería del país asiático declaró que existe una sola China.
La conversación telefónica de hace una semana entre los mandatarios de ambas naciones había dado señales de un posible fin a la escalada de las tensiones diplomáticas, pero la falta de claridad sobre el itinerario de Nancy Pelosi por Asia y los simulacros militares con fuego real llevados a cabo en el estrecho de Taiwán renovaron la incertidumbre internacional.
Sumado a lo anterior, el presidente de Rusia, Vladímir Putin, anunció la adopción de una nueva doctrina naval que implica nuevas bases militares en el mar Mediterráneo, la región de Asia-Pacífico, el océano Índico y el golfo Pérsico, que estará acompañada de un giro en sus alianzas estratégicas enfocado en estrechar la cooperación militar con la India, Irán, Arabia Saudí e Irak.
En su ensayo “Sobre la paz perpetua”, Kant afirmaba que para detener la vorágine de violencia ningún Estado debe intervenir por la fuerza en la construcción o el gobierno de otras naciones y que, con el tiempo, los ejércitos regulares deberían desaparecer por completo; sin embargo, la realidad nos muestra que los gobiernos del mundo han optado por el camino contrario: ejercer su influencia sobre cualquier territorio que consideren suyo, inferior o ilegítimo, a la par que la industria armamentística aumenta su fortuna a costa de vidas humanas.
Taiwán, como le ha ocurrido a muchos otros territorios y naciones en el mundo, se encuentra en medio de un conflicto entre dos potencias, pero las encuestas muestran que la identidad de las personas de la isla generó un nuevo sentido de nación, y más allá de buscar la independencia o la unificación, buscan la paz y el mantenimiento del statu quo actual.
Un conflicto bélico entre las dos superpotencias militares implicaría una devastadora pérdida de vidas y profundizar la crisis económica que afecta al mundo por la pandemia y la invasión rusa a Ucrania. Las sociedades del orbe debemos alzar la voz para exigir que los gobiernos respeten la decisión de sus poblaciones de vivir en paz, dar marcha atrás a la carrera armamentística y seguir avanzando en propósitos mucho más humanos, como el desarme del equipamiento militar nuclear, que amenaza al planeta entero. Jugar con fuego no le conviene a nadie.
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