En un país donde prevalece la cultura del aprovechamiento de las canonjías que ofrece el servicio público, es sabido que un importante porcentaje de los servidores públicos, -y de quienes se dedican a la política-, tienen en su haber acciones cuestionables moralmente, -e incluso-, judicialmente, lo cual les pone en posición vulnerable frente a quien tenga control o influencia en los órganos de impartición de justicia.
En los gobiernos anteriores a la 4 T, -e incluso en éste que está por concluir-, esta vulnerabilidad se convertía en un arma de negociación política a través de la influencia que se ejerce desde el Poder Ejecutivo Federal, -y en los gobiernos estatales-, sobre el aparato de impartición de justicia. La venganza en contra de los enemigos, -así como la extorsión en contra de los críticos y adversarios políticos para obligarlos a negociar-, ha sido una práctica velada pero cotidiana.
Sin embargo, a partir del blindaje que garantizaba el estado de derecho, siempre existía el recurso de impugnación por parte del agraviado cuando éste recurría al Poder Judicial Federal, -que debemos reconocer-, hasta hoy está formado por profesionales de la jurisprudencia, que con base en su criterio y en su libertad de conciencia han resuelto casos complicados, sin dejar de reconocer que ocasionalmente algunos han abusado de esta prerrogativa.
El respeto a la autonomía de jueces, magistrados y ministros, -así como a sus decisiones-, obligaba a todas las autoridades del país a acatar las sentencias, conscientes del riesgo que significaba ignorarlas. El respeto a la constitucionalidad y al estado de derecho, era una referencia obligada.
Sin embargo, en este gobierno se empezaron a ignorar sentencias simplemente porque el Presidente de la República no estaba de acuerdo con ellas, o porque se contraponían a sus decisiones, a sus proyectos, o simplemente a su criterio personal.
Las fiscalías, -que en cualquier país del mundo son las encargadas de ejercer las acciones punitivas-, ni se inmutaron ante el desacato frente a sentencias judiciales, dejando por sentado que no se sometían a la constitucionalidad del Poder Judicial, sino que se doblegaban ante la fuerza del Poder Ejecutivo.
Así vimos cómo se fortaleció la impunidad y se resquebrajó el estado de derecho, que solo era respetado cuando la acción era aprobada por el titular del Poder Ejecutivo. De este modo vimos como fueron ignorados todos y cada uno de los recursos judiciales que otorgaron las autoridades competentes en contra de la construcción del Tren Maya, e incluso, en contra de la misma reforma judicial.
Frente a estos desacatos en contra de resoluciones de jueces y magistrados, -y a la falta de acción por parte de las fiscalías, para ejecutar las medidas correspondientes-, es que se erosionó la autoridad del Poder Judicial. Las fiscalías en México son autónomas e independientes, pero generalmente terminan subordinadas al Poder Ejecutivo Federal y a los gobiernos estatales.
Esta provocación sistemática e intencional en contra del Poder Judicial, -frente a la indiferencia y pasividad de los partidos políticos, de las instituciones públicas y privadas y de la misma sociedad-, dio la pauta para impulsar esta reforma judicial, la cual nació viciada de origen y carente de autoridad moral, porque no se respetaron los procedimientos ni las impugnaciones.
A partir de esta reforma judicial, para efectos prácticos podríamos decir que el Poder Ejecutivo tomará control de lo que fue un Poder totalmente autónomo e independiente, lo cual le dará un poder absoluto para negociar con opositores, críticos y adversarios políticos, sobre la base de su capacidad de ofrecer impunidad y desaparecer expedientes comprometedores.
Si la independencia y autonomía que ejerce hasta hoy el poder judicial permite a jueces, magistrados y ministros emitir resoluciones apegadas a derecho, -que incluso les enfrenten contra todo tipo de personas e instituciones poderosas o influyentes-, seguramente veremos que los nuevos funcionarios que lleguen al cargo lo harán comprometidos con quienes les brindaron la oportunidad de llegar a su nueva posición y en posición vulnerables frente a quienes ejercen poder.
Impugnar el modo desaseado con que se logró la suma de votos a favor de la reforma judicial en el Senado podría constituir la mejor estrategia para derogar esta reforma, obligando al Senado a reponer de nuevo esta histórica sesión de consumación, plagada de negociaciones en lo oscurito, así como de intentos de compra del voto, -e incluso-, la negociación de exoneración de expedientes judiciales.
El intento de compra del voto de legisladores, -lo cual fue denunciado por los partidos de oposición-, constituye un acto de corrupción y un delito, y peor aún, el acoso utilizando carpetas de investigación como moneda de cambio.
Esas negociaciones de la bancada de Morena con los senadores de la oposición, -desde la posición de poder que representa el aparato gubernamental que les respalda-, evidencian violaciones de derechos humanos, así como un atentado contra la “libertad de conciencia”, que es un derecho básico para el legislador, pues estos contactos no se dieron como una negociación entre iguales, -donde la persuasión es la herramienta democrática-, sino como un intento de imposición y cohecho.
Podríamos concluir que esta reforma judicial destruye un sistema de contrapesos que impedían la concentración de poder en el titular del Poder Ejecutivo. Sin embargo, a partir de ahora éste tiene eliminada la última aduana, -que era representada por el Poder Judicial-, que impedía la consumación de abusos.
Bienvenidos a la justicia de la jungla; la ley la impone el poderoso.
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