La COVID-19 ha golpeado duramente a México, el que, a la fecha en que se escribe este artículo, se encuentra entre los cuatro países con mayor número de fallecidos por esta enfermedad en términos absolutos y entre los primeros diez, si consideramos el número de habitantes. Difícilmente se cerrará este año sin que se rebase el número de los cien mil muertos y esto es sólo contabilizando las cifras oficiales; habrá que esperar a los datos de exceso de mortalidad para darnos una idea de la magnitud de la tragedia que estamos viviendo.

Detrás de esta desgracia se encuentran como responsables multitud de factores; estructurales unos, de falta de estrategia y de previsión claramente otros. Por esto, sorprende que, entre tantas posibilidades, el gobierno haya centrado su defensa en culpar a las comorbilidades como causa casi única de la alta tasa de mortalidad. El caso nos deja más perplejos cuando sus baterías se enfilan contra la chatarra industrializada como responsable principal de las comorbilidades y que de ahí se busque soporte para una legislación prohibicionista hacia estos productos; máxime cuando la experiencia ha mostrado que el efecto de estas políticas en el consumo ha tenido históricamente poco efecto ¿pensaremos acaso que los padres de las familias que están acostumbradas a tomar refresco no se la darán a sus hijos mientras lo consumen frente a ellos? ¿Los pequeños comerciantes dejarán de vender sus productos a los infantes cuando es uno de sus principales ingresos? ¿En serio pensamos así?

La solución implica la regulación, claro que sí, pero pasa por un proceso más complejo que esto. Procuremos ilustrar el caso: a finales de la década de 1960, el profesor Walter Mischel realizó el ahora ampliamente conocido experimento del bombón de Stanford, el cual tenía como objetivo estudiar el desarrollo de la gratificación diferida en niños, es decir, la capacidad de estos de aplazar un premio inmediato en aras de obtener un mayor bienestar en el futuro. El experimento, en síntesis, consistía en permitirles escoger entre dos opciones: la primera, acceder inmediatamente a una recompensa (algún bombón u otro tipo de golosina) o esperar un lapso y duplicar la recompensa.

Sin embargo, sería lo que se descubrió en una etapa de reevaluación lo que sorprendió a los investigadores: aquellos niños que en el experimento lograron esperar lo suficiente para recibir el premio presentaron en su juventud características que podrían considerarse ventajosas sobre aquellos que no lo habían hecho; por ejemplo, mejor tolerancia a la frustración, menor probabilidad de presentar adicciones, menor propensión a la obesidad y mejores condiciones de salud en general, además de un notable mejor desempeño académico y laboral. Aunque no exentos de controversia, contribuciones posteriores han confirmado una estrecha relación positiva entre el autocontrol y diversas dimensiones de éxito personal y, todavía más importante, que esta habilidad (como otras habilidades fundamentales para el desarrollo) pueden ser transmitidas y aprendidas.

Lo que este experimento nos deja de lección supone algo ya sabido: es en la educación donde debemos concentrarnos si queremos resolver el problema. Sin embargo, esta educación no debe ser de cualquier tipo, sino una que dote al individuo de las herramientas necesarias para confrontar sus circunstancias y encarar exitosamente su entorno. Esto implica reflexionar sobre nuestro sistema educativo a todos los niveles, proponer y llevar a cabo cambios a los mismos y, por supuesto, confrontar poderes fácticos aliados. El asunto no es sencillo, pero de no realizarse, cualquier esfuerzo regulatorio nacerá muerto y podría parecer dirigido a satisfacer objetivos políticos más que a resolver los males endémicos de nuestra población.

Departamento de Producción Económica

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