La "Declaración sobre el Derecho al Desarrollo", adoptada en 1986 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, instauró el desarrollo como un derecho humano inalienable que abarca dimensiones individuales y colectivas.
Amartya Sen en su obra "Desarrollo como libertad" argumenta que el verdadero desarrollo se alcanza cuando se expanden las libertades individuales, un principio que se refleja directamente en el impacto positivo del desarrollo comunitario en el Estado de Derecho y los derechos humanos.
Por su parte, Michael J. Sandel, en "Justicia: ¿Hacemos lo que debemos?", enfatiza cómo la justicia y la ética deben guiar nuestras políticas sociales y económicas, asegurando que el desarrollo comunitario se cimente en principios éticos fundamentales.
Asimismo, Martha Nussbaum, en "El enfoque de las capacidades: Una teoría de la justicia", ofrece un marco para evaluar el bienestar humano que complementa esta visión, subrayando la importancia de considerar el desarrollo en términos de capacidades y derechos humanos.
Así, al retomar estas ideas, es posible identificar que el verdadero desarrollo ocurre cuando se eliminan las barreras que limitan las opciones de las personas, incluyendo la pobreza, la tiranía, y la falta de oportunidades económicas y sociales.
Empoderar a las personas para que participen en el diseño y ejecución de las políticas que les afectan directamente no solo fortalece el proceso democrático sino también asegura que los resultados del desarrollo sean equitativos y efectivamente aprovechados por las comunidades.
En este escenario, es claro que los proyectos de desarrollo comunitario que se conducen respetando y fortaleciendo el marco legal son fundamentales.
En México y otras partes del mundo, el desafío es implementar este derecho de manera que cada comunidad pueda influir en las políticas que determinan su futuro. Esto implica adoptar un modelo de gobernanza que sea genuinamente inclusivo y que garantice que las voces de todas las comunidades sean escuchadas y valoradas.
Existen numerosos ejemplos en los que las comunidades, al tomar el control de su desarrollo económico y social, han logrado transformaciones significativas.
Desde proyectos de permacultura en Oaxaca que combinan tradiciones indígenas con técnicas agrícolas modernas, cooperativas en Chiapas que han mejorado el bienestar de sus miembros o bien, buenas prácticas gubernamentales como los PILARES para el Desarrollo Integral de la Familia en Baja California, dan cuenta de modelos de desarrollo comunitario que pueden ser replicados y adaptados para enfrentar los desafíos locales específicos.
De allí, que sea posible afirmar una intrínseca relación entre los derechos humanos y el desarrollo comunitario, puesto que ambos persiguen mejorar la calidad de vida y asegurar el respeto por la dignidad de quiénes integran una comunidad.
Concluir que el desarrollo comunitario es esencial para la construcción de un Estado de Derecho que no solo respeta, sino que activamente promueve los derechos humanos, es reconocer que es fundamental el apoyo continuo de gobiernos, organizaciones y la comunidad internacional a iniciativas que empoderen a las comunidades, como puntos de partida del desarrollo humano.
Por ello, en el marco de este proceso electoral 2024, donde 98,329,591 mexicanos que integramos la lista nominal de electores, votaremos a nivel local y federal por 20,708 cargos públicos, es imperativo reflexionar acerca de la trascendencia de aquellas propuestas que vinculen el desarrollo comunitario con el fortalecimiento del Estado de Derecho y la protección de los derechos humanos.
Solo así podremos avanzar hacia la construcción de sociedades más justas, equitativas y prósperas, donde la comunidad sea sinónimo de esperanza, futuro y progreso para todas y todos.